Avanzó rumbo a la, tan familiar,
calle. Giró a a izquierda -como tantas veces lo había hecho en un
pasado- y trató de ignorar los sitios claves que, sin duda,
avivarían sus recuerdos.
Las tenues luces de las farolas la iluminaban suave y tímidamente, como evitando molestarla. El viento apenas se molestaba en soplar y las aves nocturnas la observaban caminar con lástima y compasión. Helena estaba preciosa, aunque eso no era nada destacable, pues ella siempre lo había estado. El cabello rubio le caía en forma de cascada a lo largo de toda su espalda y su piel tersa y pálida estaba cubierta por una fina rebeca gris.
¿Cómo unos ojos tan dulces podían esbozar tantas lágrimas?
Conforme sus pies se pararon, su corazón comenzó a latir con más rapidez. Era una bonita casa de color verdoso, con grandes ventanas blancas y un pequeño jardín repleto de árboles que, como bien sabía Helena, podían llegar a hacerte sentir que estabas en el mismísimo Edén.
Trató de avanzar pero sentía que por cada paso que daba, retrocedía tres más. Se sentía sin fuerzas ni valor hasta que logró observar la silueta de Frank en la ventana de la cocina.
¿Cómo reaccionaría él al verla? Después de tantos años, la pequeña e indefensa Helena había vuelto a medianoche, sin avisar, tratando de hacer no sabía qué.
Decidió no pensarlo dos veces más antes de atravesar el jardín y aporrear el timbre de la bonita y acogedora casa de Frank Dimpson, seis años más tarde. Pegó tres veces, como tantas veces había hecho en el pasado y en su interior deseó que Frank intuyese que era ella y decidiese no abrirle la puerta.
Se sintió débil y vulnerable, como si tras esa puerta se encontrase su último aliento. Sintió ganas de salir corriendo y huir, pero sabía que no podía hacerlo. No otra vez.
La silueta de Frank tras la puerta le hizo un nudo en la garganta, ya casi podía escuchar la mano de Frank girando el pomo de la puerta. Se dio media vuelta, dispuesta a irse y no volver a acudir a ese sitio jamás. Estaba aterrorizada.
–¿Helena? –preguntó la dulce y aterciopelada voz de Frank– ¿Helena? ¿De verdad eres tú?
Los ojos de ella se inundaron de lágrimas. Giró sobre sí misma y se encontró con los ojos de Frank, que la miraban alucinados, sin terminarse de creer lo que estaba sucediendo.
El interior de la casa estaba exactamente igual que como ella lo recordaba, ni un mueble más ni uno menos. El mobiliario de madera de roble le traía tantos recuerdos que no sabía hacia donde dirigir su mirada. Posarla en Frank era peor, muchísimo peor, porque además de recuerdos encontraba tristeza, decepción y dolor... Mucho dolor.
–He estado esperándote seis años –su voz sonó como si ni él mismo soportarse oírlo–... Seis años. Sin tener ni una mínima pista, ni una llamada, ni una carta... ¡Ni siquiera una maldita nota! –ahora era la rabia la que hablaba por él.– Te marchaste sin más, sin preocuparte por nada ni nadie. ¡Yo lo dejé todo por ti y tú te marchaste sin más!... Nunca me quisiste, ¿verdad?
Helena nunca había visto a Frank enfadado, aunque ciertamente ella nunca había visto a Frank tan demacrado como lo veía ese día. Él siempre había sido un hombre guapo, de buen físico y buena actitud. Poseía grandes bellezas interiores y exteriores, buenos dotes carismáticos y un corazón que no le cabía en el pecho. Pero ya nada quedaba de ese Frank. Seguía siendo guapo, pero ahora ya no había luz en su rostro y el azul de sus ojos parecía haberse apagado. Su perfecta barbilla ahora estaba poblada de barba y su cabello le caía hasta los hombros de manera desigual y alocada.
Helena estaba sin palabras.
–¡¿Ahora no hablas?! ¿Te presentas a las tres de la madrugada en mi casa, después de seis años y ni siquiera te dignas a dirigirme la palabra?
El cúmulo de sensaciones y malestar pudo con la joven, haciendo que se echara a llorar al suelo y se rompiera en miles de pedazos que chocaron en los descalzos pies de Frank, quien se giró y la contempló. Su rostro cambió, ya no mostraba rabia sino preocupación.
–No... Por favor... No llores –susurró– No... No lo soporto. No puedo verte llorar.
Se sentó en el suelo junto a ella y la abrazó hasta que ella se calmó -lo que no fue precisamente poco tiempo- y finalmente cogió la cabeza entre sus manos y le limpió lo que había quedado de las lágrimas con el dedo pulgar de su mano izquierda.
En estas cosas se podía ver a Frank, al verdadero Frank.
–Te he echado de menos –le susurró en el oído– No vuelvas a irte sin avisar... No lo soportaría...
Helena alzó la mirada y asintió, después, buscó un hueco en el cuello de Frank donde poder descansar, y una vez encontrado, así lo hizo.
Las tenues luces de las farolas la iluminaban suave y tímidamente, como evitando molestarla. El viento apenas se molestaba en soplar y las aves nocturnas la observaban caminar con lástima y compasión. Helena estaba preciosa, aunque eso no era nada destacable, pues ella siempre lo había estado. El cabello rubio le caía en forma de cascada a lo largo de toda su espalda y su piel tersa y pálida estaba cubierta por una fina rebeca gris.
¿Cómo unos ojos tan dulces podían esbozar tantas lágrimas?
Conforme sus pies se pararon, su corazón comenzó a latir con más rapidez. Era una bonita casa de color verdoso, con grandes ventanas blancas y un pequeño jardín repleto de árboles que, como bien sabía Helena, podían llegar a hacerte sentir que estabas en el mismísimo Edén.
Trató de avanzar pero sentía que por cada paso que daba, retrocedía tres más. Se sentía sin fuerzas ni valor hasta que logró observar la silueta de Frank en la ventana de la cocina.
¿Cómo reaccionaría él al verla? Después de tantos años, la pequeña e indefensa Helena había vuelto a medianoche, sin avisar, tratando de hacer no sabía qué.
Decidió no pensarlo dos veces más antes de atravesar el jardín y aporrear el timbre de la bonita y acogedora casa de Frank Dimpson, seis años más tarde. Pegó tres veces, como tantas veces había hecho en el pasado y en su interior deseó que Frank intuyese que era ella y decidiese no abrirle la puerta.
Se sintió débil y vulnerable, como si tras esa puerta se encontrase su último aliento. Sintió ganas de salir corriendo y huir, pero sabía que no podía hacerlo. No otra vez.
La silueta de Frank tras la puerta le hizo un nudo en la garganta, ya casi podía escuchar la mano de Frank girando el pomo de la puerta. Se dio media vuelta, dispuesta a irse y no volver a acudir a ese sitio jamás. Estaba aterrorizada.
–¿Helena? –preguntó la dulce y aterciopelada voz de Frank– ¿Helena? ¿De verdad eres tú?
Los ojos de ella se inundaron de lágrimas. Giró sobre sí misma y se encontró con los ojos de Frank, que la miraban alucinados, sin terminarse de creer lo que estaba sucediendo.
El interior de la casa estaba exactamente igual que como ella lo recordaba, ni un mueble más ni uno menos. El mobiliario de madera de roble le traía tantos recuerdos que no sabía hacia donde dirigir su mirada. Posarla en Frank era peor, muchísimo peor, porque además de recuerdos encontraba tristeza, decepción y dolor... Mucho dolor.
–He estado esperándote seis años –su voz sonó como si ni él mismo soportarse oírlo–... Seis años. Sin tener ni una mínima pista, ni una llamada, ni una carta... ¡Ni siquiera una maldita nota! –ahora era la rabia la que hablaba por él.– Te marchaste sin más, sin preocuparte por nada ni nadie. ¡Yo lo dejé todo por ti y tú te marchaste sin más!... Nunca me quisiste, ¿verdad?
Helena nunca había visto a Frank enfadado, aunque ciertamente ella nunca había visto a Frank tan demacrado como lo veía ese día. Él siempre había sido un hombre guapo, de buen físico y buena actitud. Poseía grandes bellezas interiores y exteriores, buenos dotes carismáticos y un corazón que no le cabía en el pecho. Pero ya nada quedaba de ese Frank. Seguía siendo guapo, pero ahora ya no había luz en su rostro y el azul de sus ojos parecía haberse apagado. Su perfecta barbilla ahora estaba poblada de barba y su cabello le caía hasta los hombros de manera desigual y alocada.
Helena estaba sin palabras.
–¡¿Ahora no hablas?! ¿Te presentas a las tres de la madrugada en mi casa, después de seis años y ni siquiera te dignas a dirigirme la palabra?
El cúmulo de sensaciones y malestar pudo con la joven, haciendo que se echara a llorar al suelo y se rompiera en miles de pedazos que chocaron en los descalzos pies de Frank, quien se giró y la contempló. Su rostro cambió, ya no mostraba rabia sino preocupación.
–No... Por favor... No llores –susurró– No... No lo soporto. No puedo verte llorar.
Se sentó en el suelo junto a ella y la abrazó hasta que ella se calmó -lo que no fue precisamente poco tiempo- y finalmente cogió la cabeza entre sus manos y le limpió lo que había quedado de las lágrimas con el dedo pulgar de su mano izquierda.
En estas cosas se podía ver a Frank, al verdadero Frank.
–Te he echado de menos –le susurró en el oído– No vuelvas a irte sin avisar... No lo soportaría...
Helena alzó la mirada y asintió, después, buscó un hueco en el cuello de Frank donde poder descansar, y una vez encontrado, así lo hizo.
Finamente, él la alzó en brazos,
teniendo sumo cuidado de no despegarla de su cuello y subieron
escaleras arriba, rumbo al dormitorio principal. Pese al gran
deterioro físico, Frank seguía siendo fuerte. Lo suficiente como
para que ella no se desplazase en todo el viaje ni el más mínimo
centímetro.
Una vez que la depositó en la cama, le quitó las botas de cuero marrón y le besó la frente. Después, desapareció.
Una vez que la depositó en la cama, le quitó las botas de cuero marrón y le besó la frente. Después, desapareció.
Helena trató de incorporarse un poco y
fue entonces cuando recordó el dormitorio en el que estaba.
Era el mismo dormitorio en el que Frank y ella habían compartido tantísimas noches, tantísimos recuerdos. Al igual que en el resto de la casa, todo continuaba exactamente igual, lo que colaboraba más duramente en el rememoramiento.
Al rato Frank volvió con una camiseta que hacía publicidad de una hamburguesería local que ambos conocían muy bien, de hecho, fue allí donde se conocieron. También traía un pantalón de chándal negro.
–¿Te esperan en algún lado esta noche? –preguntó tímidamente– El tiempo está empeorando... Y creo que tenemos algunas cosas de las que hablar.
<<Se preocupa por mí>> pensó ella <<Después de todo...>>
–No. No hay nadie esperándome–respondió Helena.
–Permítete, puede que sea indiscreto, pero creo que tengo derecho a preguntar –<<Mierda>> pensó– Pero... ¿por qué te fuiste?
El único que respondió a la pregunta de Frank fue el silencio, puesto que Helena se sentía demasiado cansada como para conseguir explicar algo esa noche a Frank, ni aún de haberlo intentado hubiera podido.
–Vale. Pues al menos dime a dónde fuiste.
Era el mismo dormitorio en el que Frank y ella habían compartido tantísimas noches, tantísimos recuerdos. Al igual que en el resto de la casa, todo continuaba exactamente igual, lo que colaboraba más duramente en el rememoramiento.
Al rato Frank volvió con una camiseta que hacía publicidad de una hamburguesería local que ambos conocían muy bien, de hecho, fue allí donde se conocieron. También traía un pantalón de chándal negro.
–¿Te esperan en algún lado esta noche? –preguntó tímidamente– El tiempo está empeorando... Y creo que tenemos algunas cosas de las que hablar.
<<Se preocupa por mí>> pensó ella <<Después de todo...>>
–No. No hay nadie esperándome–respondió Helena.
–Permítete, puede que sea indiscreto, pero creo que tengo derecho a preguntar –<<Mierda>> pensó– Pero... ¿por qué te fuiste?
El único que respondió a la pregunta de Frank fue el silencio, puesto que Helena se sentía demasiado cansada como para conseguir explicar algo esa noche a Frank, ni aún de haberlo intentado hubiera podido.
–Vale. Pues al menos dime a dónde fuiste.
–Francia.
–¿A Francia? ¿De verdad? –la voz de Frank sonó tan impresionada como decepcionada– ¿Y qué había allí tan importante como para abandonar todo cuanto te rodeaba?
–Es difícil de explicar, Frank... Éramos muy jóvenes, sobretodo yo. Seguimos siéndolo, de hecho. No estaba preparada para la vida que vivíamos. Me sentía encerrada.
–¿A Francia? ¿De verdad? –la voz de Frank sonó tan impresionada como decepcionada– ¿Y qué había allí tan importante como para abandonar todo cuanto te rodeaba?
–Es difícil de explicar, Frank... Éramos muy jóvenes, sobretodo yo. Seguimos siéndolo, de hecho. No estaba preparada para la vida que vivíamos. Me sentía encerrada.
Frank apartó la mirada de los ojos de
Helena, miró al suelo y finalmente volvió a alzar la cabeza, con
lágrimas descendiendo por sus mejillas.
–Sabes que me hubiese ido al fin del
mundo por ti. ¡Sólo tenías que habérmelo dicho y al día
siguiente estaríamos en la otra maldita punta del Mundo! Sólo
tenías que decírmelo...
–su voz se rompió y su cuerpo automáticamente se puso en pie–
¡Creí que te había pasado algo! ¡No pude dormir durante meses!
–¡Tú no querías esa vida!... Te
gustaba la vida que vivíamos. Te gustaba que nos pasáramos el día
en casa, que saliéramos a cenar los Sábados, que diésemos paseos
por el parque y que tomásemos café por las mañanas... ¡Incluso
querías un perro! –ahora era Helena la que sufría– ¡Yo no
quería eso! ¡Tenía dieciocho años, Frank, no cuarenta! ¡Teníamos
vida de jubilados!
Frank se llevó las manos a la cabeza y
lloró a gritos, le dio un puñetazo tan fuerte a la pared que dejó
la marca de sus nudillos, que ahora sangraban. Helena también
lloraba. Se sentía la peor persona del mundo por lo que le había
hecho a Frank, le había transformado en algo que realmente no era.
Le había convertido en alguien que no quería vivir.
–Me dijiste que eras feliz...
–susurró.– Yo hubiese sido feliz en cualquier lugar en el que tú
estuvieras. Te di todo lo que me pediste en la vida. ¡Tenías una
vida de ensueño y la mandaste a la mierda! Espero que arruinar mi
vida te ayudase a encontrar eso que tanto ansiabas. Que duermas bien.
–y tras esto, cerró la puerta y se marchó.
Helena se quedó en silencio. Se
levantó, con la vista aún nublada por las lágrimas que derramaba y
apoyó la cabeza en la puerta. ¿Cómo podía haberle hecho eso a
Frank? Sabía que jamás la perdonaría ¿por qué había ido esa
noche a su casa? Sólo había reabierto las heridas de Frank...
Cerró los ojos y recordó una de las
muchas noches que había vivido junto a él entre esas cuatro
paredes.
Se veía a ella misma, hacía seis
años, durmiendo en la gran cama de roble. Las sábanas de seda
blanca estaban tiradas por los suelos, eran el resultado de una noche
de amor que jamás olvidarían. Frank no estaba junto a ella en la
cama, se le escuchaba en el piso de abajo, en la cocina. La antigua
Helena se había despertado en una de las múltiples veces en las que
al antiguo Frank se le había caído algo. Antes de abrir los ojos ya
estaba sonriendo. Se levantó y se dirigió a la puerta, atravesando
a la Helena actual. Se asomó por la barandilla de la escalera y vio
a Frank con una gran bandeja repleta de comida camino al dormitorio.
Salió corriendo hasta la cama y cerrando los ojos, se hizo pasar por
dormida.
Estaba radiante. Mucho más guapa de lo
que lo estaba ahora, y eso parecía difícil a primera vista. La
felicidad hacía que los ojos le brillasen con intensidad y que
incluso su cabello brillase más.
Frank atravesó la puerta y dejó la
bandeja sobre la cama, al lado de Helena, abrió las persianas hasta
arriba del todo y la besó en la frente.
–Buenos días –le dijo al oído–
Te he preparado una sorpresa. Abre los ojos antes de que se le vayan
las vitaminas al zumo.
Lo siguiente fue un desayuno plagado de
sonrisas y besos entre los Frank y Helena del pasado.
La Helena del presente estaba
destrozada, se apoyaba en las marcas del puñetazo de Frank y las
acariciaba con las yemas de los dedos. Ya no lloraba. Hay personas
que dicen que los que conocen el verdadero sufrimiento saben que
llega un momento en el que las lágrimas ya ni se molestan en salir.
Eso fue exactamente lo que le sucedió a ella.
Se dirigió al cuarto de baño del
dormitorio, se quitó la ropa y se puso el pijama improvisado que él
le había preparado. Observó su imagen en el espejo y sintió
lástima por ella misma. Porque al fin y al cabo ella también era
una víctima de su inmadurez e impulsividad.
Regresó al dormitorio y trató de
dormir. Dio apenas una cabezada de menos de diez minutos de duración
y abatida, decidió darse por vencida.
Se levantó y se sentó en el
escritorio –de madera de roble para variar–. Sobre él había un
montón de papeles y bolígrafos. Los pocos papeles a los que echó
un vistazo eran avisos de facturas sin pagar y multas, pero lo que
realmente le llamó la atención fue una fotografía que sobresalía
de una esquina de otra factura. Tiró de ella y entonces lamentó
haberlo hecho. Era una fotografía de Frank y ella en el jardín de
la casa, ambos sonreían y él le agarraba la cintura con tanto
cariño que parecía tener miedo a que ella echase a volar. Ironías
de la vida.
Se estaba volviendo loca.
Bajó las escaleras en busca de Frank,
quién estaba sentado en el viejo sofá de color beige, mirando el
televisor una película casera. Era el decimoctavo cumpleaños de
Helena, ella lo reconoció rápidamente ya que fue el último que
pasaron juntos.
La imagen de Frank viendo ese vídeo,
después de tantos años y sonriendo al ver la sonrisa de Helena en
pantalla fue tan superior a ella que bajó los escalones que le
faltaban de la escalera y fue directa al sofá.
Frank se quedó mirándola perplejo y
finalmente, recogió las piernas, cediéndole asiento. Paró la cinta
de vídeo y le ofreció un trozo de la manta que tenía sobre las
piernas. Helena accedió y se tapó con ella. Tenía pensado
disculparse, decirle a Frank lo arrepentida que estaba de lo que
había hecho y lo mucho que seguía queriéndolo. Abrió la boca,
armándose de valor y cogiendo aire, pero justo antes de pronunciar
la primera sílaba al completo los labios de Frank ya la habían
callado.
La besó.
La besó tantas veces como había
deseado hacerlo desde que ella se había ido. Una vez que le dio
tiempo a reaccionar, ella respondió a sus besos con más besos hasta
que se encontró sobre su cuerpo. Él, sin poder terminar de creer si
se trataba de la vida real o de otro sueño más, acariciaba
torpemente cada centímetro del cuerpo de Helena. Ella entrelazó sus
dedos en el pelo de Frank y se aferró a su gran espalda. Le quitó
la camiseta y aspiró el dulce aroma de su piel.
Él imitó sus pasos y una vez hechos,
se abrazaron con fuerza. No podían creerse que estuviese sucediendo.
Pese al paso de los años, sus manos seguían recordando
perfectamente la anatomía del cuerpo que tenían ante sus ojos y su
corazón estaba hambriento del amor que sus labios se regalaban. No
podían parar de besarse. En un par de ocasiones a Helena le dio la
sensación de que Frank moriría asfixiado.
Ambos se abrazaron y una vez más,
Frank la cogió en brazos y la llevó hasta el dormitorio. Una vez
allí, se dejaron caer sobre la cama y comenzaron nuevamente con la
danza de cuerpos. Hicieron el amor hasta perder la cuenta y
finalmente, se durmieron abrazados, siendo testigos del nuevo
amanecer que nacía ante sus ojos.
–Te quiero –dijo Frank abrazando el
cuerpo con el que tantas veces había soñado.– No vuelvas a
irte... No puedo... No quiero volver a perderte.
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