martes, 22 de mayo de 2012

Té de filosofía barata.

Si presionas una herida en proceso de curación lo lógico es que se vuelva a abrir. Lo más lógico es que comience a volver a derramar sangre, que se abra de par en par, que notes como en ese espacio casi cerrado vuelva a entrar aire, que sientas cómo vuelven a separarse los diminutos trozos de carne que ya parecían casi haberse terminado de coser, y por consiguiente, que haya que volver a empaparla de fármacos y más mierda que se supone que debería de ayudarnos a curarla mientras que lo que yo creo es que lo único que hace es darnos una lección del precio que hay que pagar por no tener cuidado antes de hacerte una herida.

Volviendo al tema, lo lógico es que todo eso ocurriese. Pero lo más lógico aún, es que nunca metiéramos el dedo en la herida, y sin embargo, ahí estamos. Arrancando las postillas aunque duela. Volviendo a sufrir una y otra vez tan solo por tener la herida abierta de nuevo.
Por muy estúpido que suene, mi teoría es que nos gusta reabrir las heridas y soportar las consecuencias porque nos negamos a asimilar que todo vaya a acabarse. Nos negamos a admitir que una vez que la carne se cierre nunca más volverá a reabrirse a no ser que sea con otra herida. Una herida distinta.
Y no queremos una herida diferente, queremos a nuestra herida. Esa que tarda siglos en cerrar y que probablemente termine dejando una horrible cicatriz que llevaremos toda la vida tatuada en nuestra piel, mente o corazón.
¿Que porqué? Porque el o la causante de la herida, en la mayoría de los casos, es lo único que nos deja de recuerdo. Una terrible y gran herida en el corazón. Y nos aferramos a lo único que conservamos, a la única cosa que nos ha dejado y es nuestra. Nos pertenece y no pensamos deshacernos de ella jamás.

Duela lo que tenga que doler.

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