domingo, 23 de septiembre de 2012

Perdón. Parte II.


A la mañana siguiente, Frank seguía aferrado al cuerpo de Helena, no se había despegado ni lo más mínimo. Mentiría si negase que al despertar se había desconcertado al verla allí, llevaba demasiadas noches soñando con su regreso y no podía terminar de asimilar que el amor que un día se había desvanecido de la noche a la mañana volviese a estar entre sus brazos.

Había sentido tantas emociones en los últimos años que era incapaz de asimilar que por fin algo volviese a encender el trasto que tenía por corazón, aunque puestos a suponer, si existía algo, por remoto que fuese sobre la faz de la Tierra capaz de revivir el corazón de Frank, esa era Helena.

Respiró lentamente evitando despertarla. Acarició su melena rubia y cubrió su cuerpo desnudo con las sábanas de algodón blancas. Helena era preciosa mientras dormía. Frank no podía entender cómo la quería tanto. Se había jurado mil veces a sí mismo no volver a pensar en ella, no volver a recordarla y sobretodo no perdonarla nunca...Y ahora, no podía ni creer que estuviese allí. Ella se había filtrado en cada rincón de la casa, en cada fibra de su cuerpo y en su propia alma. No podía olvidarla porque ella formaba parte de lo que él era ahora. No podía ignorarla porque ella se había convertido en su razón de vivir.

No sabía con exactitud el motivo de su huida, pero extrañamente, ya no le importaba. Si se trataba de la monotonía, él crearía nuevos universos para ella. Si se trataba de que ya no le amaba, él trataría de enamorarla hasta que se le quebrase el aliento. Haría lo que hiciese falta para que no se marchase de nuevo.

Incluso dejó que se le escapara una tierna sonrisa cuando ella cambió la postura para acabar con la cabeza sobre su pecho. ¿Escucharía ella los latidos de su corazón?

Aspiró el aroma de su cabello y miró hacia la ventana, el paisaje era maravilloso. Ya debía de ser mediodía. Era la primera vez en mucho tiempo que se despertaba tan tarde, y aún así, no le importaba. No pensaba levantarse de esa bendita cama hasta que Helena le obligara a hacerlo. Parecía tan cómoda, tranquila y relajada que a Frank casi le dio un vuelco el corazón cuando la vio sacudirse de esa manera tan aterradora y extraña. Casi se puede decir que gritó pidiendo auxilio.

–¡Helena! ¡Helena! –la llamó Frank– ¡Despierta! ¡Es una pesadilla!

El cuerpo de Helena paró de agitarse en seco y la muchacha abrió los ojos de par en par. Observó el rostro de Frank durante un segundo y se llevó las manos a la garganta de inmediato. Parecía que le costaba trabajo respirar. No podía hablar con claridad.

–En la re-rebeca... El aerosol... –pudo apenas pronunciar, ya que de su agitada respiración sólo se percibían pequeños silbidos y una continua tos que impedía el correcto entendimiento de lo que decía– En la rebeca...

–¿En la rebeca? ¿El aerosol? –preguntó Frank, nervioso– ¿¡Tienes un ataque de asma!?

Helena asintió y señaló con la mano el baño mientras tosía, indicándole el lugar en el que se hallaba su rebeca. Frank acudió rápidamente y encontró el pequeño aerosol verde en uno de los bolsillos.

Se lo entregó, y tras inspirar varias veces, Helena comenzó a calmarse hasta dejar de toser y volver a respirar con calma.

–No sabía que tuvieras asma.

–Me lo diagnosticaron hace tres años.

–¿No se supone que eso se diagnostica durante la infancia? –preguntó Frank.

–No tiene porqué ser así siempre; Además, sabes que siempre he odiado los hospitales –respondió– Ahora tengo que vivir pegada a uno de estos siempre –suspiró.

Se quedaron en silencio, contemplando el pequeño aerosol.

–Recuérdame que compre diez de estos –finalizó Frank, haciendo sonreír a Helena.

Acto seguido ella se levantó y se dirigió hacia el baño y al levantarse, se dio cuenta de que seguía desnuda.

–Me preguntaba si tendrías algo de ropa para prestarme. La mía huele a perros.

–Claro. Te buscaré algo –respondió amablemente Frank– Aunque no me importaría que te quedaras así todo el día –dijo sonriendo con picardía.

–Siento decepcionarte, pero tengo la extraña manía de usar ropa... Ya ves, cada persona es un Mundo.

–Y que lo digas –suspiró– Supongo que tengo algo que podría servirte, enseguida vuelvo –dicho esto, salió de la habitación, dejando a Helena completamente sola y desnuda. Ella cogió la manta negra que había cubierto la cama la noche anterior y se envolvió en ella. Olía a Frank.

Al rato, Frank regresó con una camisa a cuadros roja, un pantalón pirata de tela vaquera y ropa interior masculina sin estrenar, aún guardada en su paquete y con la etiqueta puesta.

–Supongo que querrás ducharte. He encendido el termo. Yo estaré duchándome en el piso de abajo.

Si necesitas algo, ya sabes donde hallarme.

–Gracias Frank, –agradeció Helena antes de que él se dispusiera a salir por la puerta.– por todo. Gracias.

Frank cerró la puerta tras sí y ella se adentró en el baño. Abrió el grifo del agua caliente y se duchó con rapidez, una vez limpia, llenó la bañera de agua limpia y se introdujo en ella. Estaba algo impactada por todo lo sucedido.

Aún le dolían los brazos y las piernas a consecuencia de la noche anterior, todo había sido muy intenso. Frank la había hecho suya por completo y ella lo había hecho suyo de la misma manera. No recordaba todos los detalles, pero habían un par de arañazos y moratones que le ayudaban a recordar lo pasional y emocionante que había sido.

Frank había cambiado mucho en lo que en el sexo y la pasión respecta. Antes, el antiguo Frank solía tratar a Helena la mayor parte del tiempo como si fuese de cristal. Parecía temer tocarla por miedo a que se rompiese; Sin embargo, el Frank de ahora era pasional pero tierno, dulce pero fuerte, bueno pero pícaro... Aunque había una cosa en la que no había cambiado ni lo más mínimo, y es que Frank seguía amando a Helena como el primer día. No había dejado de hacerlo ni un sólo segundo.

Helena lo recordaba con el mejor recuerdo que se puede recordar a una persona: Como la mejor persona que jamás había conocido, como un hombre que ni ella misma merecía.

Los primeros meses en Francia fueron tan duros... Un lugar desconocido, con una lengua desconocida y un ambiente desconocido. Dada por desaparecida en el país vecino y con un amor muriendo por encontrarla. Se sentía tan presionada que, pese a haberse arrepentido de su marcha a los escasos días de llegar, no pudo tomar el valor suficiente como para volver y decirle a la cara a Frank que había tratado de abandonarlo. No a él. Podía enfrentarse a su familia, a sus amigos y conocidos, pero no a él. No a Frank.



Una vez que se sintió completamente relajada, salió de la bañera y se vistió. Estaba graciosa con esa ropa, parecía una mujer de campo. Decidió trenzarse el pelo a un lado. Estaba convencida de que Frank le regalaría algún ingenioso chiste sobre su vestimenta en cuanto la viera.



Mientras bajaba la escalera vislumbró a Frank al otro lado del salón. ¡Estaba guapísimo! Se había puesto una camiseta gris y un pantalón vaquero. Se había desecho de la barba e incluso parecía que se había cortado las puntas de la melena.

–¿A dónde quieres ir a comer hoy? Invito yo.

–Comer... En la calle... No creo que sea muy buena idea, Frank...

–Vale, no hay ningún problema. Pediremos algo, ¿te apetece comida China?

–No he avisado a mis padres de que he vuelto.

–¿¡Qué!? –exclamó Frank– ¿¡No los has avisado!?

–No. Nadie sabe nada. Sólo tú.

–Pero... Ellos sabían que estabas en Francia, ¿no? Quiero decir, les avisarías, supongo... –la voz de Frank sonaba dolida. Helena comprendió que él siempre había creído que sus padres conocían el paradero de su hija y no habían querido compartirlo con él.

–No. Nunca les dije nada. Llevan seis años sin saber nada de mí.

Frank se llevó las manos a la cabeza y suspiró muchas veces. Después le dio la espalda a Helena y miró a través de la ventana al majestuoso jardín que se asomaba. Entonces, algo se conectó en su cabeza, sonó un chasquido en su interior y logró ver la parte positiva del caos que le rodeaba. Helena había vuelto por una única y exclusiva razón: para volver a estar juntos. Y mientras, él, no había parado de pensar en el pasado y en el miedo de recrearlo. Se sintió tan estúpido que caminó a los brazos de Helena y la alzó con facilidad y gracia. La cogió con un brazo y la llevo hasta el jardín.

Una vez allí, la dejó en el césped y se marchó.

Helena no sabía cómo reaccionar. No sabía si Frank estaba feliz de que ella estuviese allí o no. Si estaba enfadado o triste, o si simplemente se había insensibilizado a las emociones. Había momentos en los que no conocía a la persona a la que tenía delante pero, por contraposición, había ocasiones en la que era tan Frank que no podía apartarse de su lado. Optó por dejarse llevar y disfrutar del día que tenía ante sus ojos, un precioso día de Sol resplandeciente y aire fresco. Se tumbó en el césped y cerró los ojos, sin pensar en nada. Dejando la mente en blanco, por primera vez en mucho tiempo.

–¡Eh! ¡Estás aplastando el mantel! –exclamó Frank.

–¿Cómo? ¿Qué dices? –preguntó Helena con los ojos aún cerrados. Al abrirlos, Frank estaba cruzado de brazos frente a ella. Al darse cuenta de que había abierto los ojos, la señaló.

Helena miró el lugar al que Frank señalaba y se sorprendió al ver un bonito mantel blanco sobre el césped. Ella estaba aplastando una de sus cuatro esquinas.

–He pensado que te apetecería un picnic.

Observó los ojos de Frank. Eran azules como el océano y en ellos sentía que tenía el azul del cielo que todos idealizamos en nuestros más bellos sueños. Eran unos ojos tan redondos y bonitos que a Helena le horrorizó imaginarlos esbozando lágrimas durante seis años seguidos, día y noche. Se prometió a sí misma no volver a hacerlos llorar salvo de felicidad en lo que le quedara de vida.

–Voy a hacer sándwiches –dijo Frank y se dispuso a marcharse pero, entonces, ella le agarró la mano y tiró de ella. Él cayó sobre ella y al caer, mostró una mueca de dolor. Un metro noventa la aplastaba a ella y sin embargo era él el que ponía cara de dolor. Esas cosas eran las que la hacían querer a Frank. Esas cosas era las que Helena no había podido encontrar en otros hombres y por las que había regresado; Porque no había nadie mejor que Frank, al menos no para ella.

–Te quiero, Frank Dimpson –susurró entre sonrisas– ¡Te quiero!

Él la miró, sin palabras. La besó en los labios y le acarició el cabello. No había podido imaginar mejor instante ni aún de haberlo intentado.

–Déjame vivir aquí... Para siempre –susurró en el oído de Helena– Déjame quedarme en este momento y no despertar jamás... porque tengo miedo de perderte otra vez y creo que sería incapaz de volver a vivir sin ti –tenía la sonrisa más grande y plena que Helena había visto jamás– Yo sí que te amo, Helena Lackson, yo sí que te amo.

–Ayer, ahora y siempre. –contestó ella.

–Hasta los restos –finalizó él.

Perdón. Parte I


Avanzó rumbo a la, tan familiar, calle. Giró a a izquierda -como tantas veces lo había hecho en un pasado- y trató de ignorar los sitios claves que, sin duda, avivarían sus recuerdos.
Las tenues luces de las farolas la iluminaban suave y tímidamente, como evitando molestarla. El viento apenas se molestaba en soplar y las aves nocturnas la observaban caminar con lástima y compasión. Helena estaba preciosa, aunque eso no era nada destacable, pues ella siempre lo había estado. El cabello rubio le caía en forma de cascada a lo largo de toda su espalda y su piel tersa y pálida estaba cubierta por una fina rebeca gris.
¿Cómo unos ojos tan dulces podían esbozar tantas lágrimas?

Conforme sus pies se pararon, su corazón comenzó a latir con más rapidez. Era una bonita casa de color verdoso, con grandes ventanas blancas y un pequeño jardín repleto de árboles que, como bien sabía Helena, podían llegar a hacerte sentir que estabas en el mismísimo Edén.
Trató de avanzar pero sentía que por cada paso que daba, retrocedía tres más. Se sentía sin fuerzas ni valor hasta que logró observar la silueta de Frank en la ventana de la cocina.
¿Cómo reaccionaría él al verla? Después de tantos años, la pequeña e indefensa Helena había vuelto a medianoche, sin avisar, tratando de hacer no sabía qué.
Decidió no pensarlo dos veces más antes de atravesar el jardín y aporrear el timbre de la bonita y acogedora casa de Frank Dimpson, seis años más tarde. Pegó tres veces, como tantas veces había hecho en el pasado y en su interior deseó que Frank intuyese que era ella y decidiese no abrirle la puerta.
Se sintió débil y vulnerable, como si tras esa puerta se encontrase su último aliento. Sintió ganas de salir corriendo y huir, pero sabía que no podía hacerlo. No otra vez.
La silueta de Frank tras la puerta le hizo un nudo en la garganta, ya casi podía escuchar la mano de Frank girando el pomo de la puerta. Se dio media vuelta, dispuesta a irse y no volver a acudir a ese sitio jamás. Estaba aterrorizada.

–¿Helena? –preguntó la dulce y aterciopelada voz de Frank– ¿Helena? ¿De verdad eres tú?
Los ojos de ella se inundaron de lágrimas. Giró sobre sí misma y se encontró con los ojos de Frank, que la miraban alucinados, sin terminarse de creer lo que estaba sucediendo.

El interior de la casa estaba exactamente igual que como ella lo recordaba, ni un mueble más ni uno menos. El mobiliario de madera de roble le traía tantos recuerdos que no sabía hacia donde dirigir su mirada. Posarla en Frank era peor, muchísimo peor, porque además de recuerdos encontraba tristeza, decepción y dolor... Mucho dolor.
–He estado esperándote seis años –su voz sonó como si ni él mismo soportarse oírlo–... Seis años. Sin tener ni una mínima pista, ni una llamada, ni una carta... ¡Ni siquiera una maldita nota! –ahora era la rabia la que hablaba por él.– Te marchaste sin más, sin preocuparte por nada ni nadie. ¡Yo lo dejé todo por ti y tú te marchaste sin más!... Nunca me quisiste, ¿verdad?
Helena nunca había visto a Frank enfadado, aunque ciertamente ella nunca había visto a Frank tan demacrado como lo veía ese día. Él siempre había sido un hombre guapo, de buen físico y buena actitud. Poseía grandes bellezas interiores y exteriores, buenos dotes carismáticos y un corazón que no le cabía en el pecho. Pero ya nada quedaba de ese Frank. Seguía siendo guapo, pero ahora ya no había luz en su rostro y el azul de sus ojos parecía haberse apagado. Su perfecta barbilla ahora estaba poblada de barba y su cabello le caía hasta los hombros de manera desigual y alocada.
Helena estaba sin palabras.
–¡¿Ahora no hablas?! ¿Te presentas a las tres de la madrugada en mi casa, después de seis años y ni siquiera te dignas a dirigirme la palabra?
El cúmulo de sensaciones y malestar pudo con la joven, haciendo que se echara a llorar al suelo y se rompiera en miles de pedazos que chocaron en los descalzos pies de Frank, quien se giró y la contempló. Su rostro cambió, ya no mostraba rabia sino preocupación.
–No... Por favor... No llores –susurró– No... No lo soporto. No puedo verte llorar.
Se sentó en el suelo junto a ella y la abrazó hasta que ella se calmó -lo que no fue precisamente poco tiempo- y finalmente cogió la cabeza entre sus manos y le limpió lo que había quedado de las lágrimas con el dedo pulgar de su mano izquierda.
En estas cosas se podía ver a Frank, al verdadero Frank.
–Te he echado de menos –le susurró en el oído– No vuelvas a irte sin avisar... No lo soportaría...
Helena alzó la mirada y asintió, después, buscó un hueco en el cuello de Frank donde poder descansar, y una vez encontrado, así lo hizo.

Finamente, él la alzó en brazos, teniendo sumo cuidado de no despegarla de su cuello y subieron escaleras arriba, rumbo al dormitorio principal. Pese al gran deterioro físico, Frank seguía siendo fuerte. Lo suficiente como para que ella no se desplazase en todo el viaje ni el más mínimo centímetro.
Una vez que la depositó en la cama, le quitó las botas de cuero marrón y le besó la frente. Después, desapareció.

Helena trató de incorporarse un poco y fue entonces cuando recordó el dormitorio en el que estaba.
Era el mismo dormitorio en el que Frank y ella habían compartido tantísimas noches, tantísimos recuerdos. Al igual que en el resto de la casa, todo continuaba exactamente igual, lo que colaboraba más duramente en el rememoramiento.
Al rato Frank volvió con una camiseta que hacía publicidad de una hamburguesería local que ambos conocían muy bien, de hecho, fue allí donde se conocieron. También traía un pantalón de chándal negro.
–¿Te esperan en algún lado esta noche? –preguntó tímidamente– El tiempo está empeorando... Y creo que tenemos algunas cosas de las que hablar.
<<Se preocupa por mí>> pensó ella <<Después de todo...>>
–No. No hay nadie esperándome–respondió Helena.
–Permítete, puede que sea indiscreto, pero creo que tengo derecho a preguntar –<<Mierda>> pensó– Pero... ¿por qué te fuiste?
El único que respondió a la pregunta de Frank fue el silencio, puesto que Helena se sentía demasiado cansada como para conseguir explicar algo esa noche a Frank, ni aún de haberlo intentado hubiera podido.
–Vale. Pues al menos dime a dónde fuiste.

–Francia.
–¿A Francia? ¿De verdad? –la voz de Frank sonó tan impresionada como decepcionada– ¿Y qué había allí tan importante como para abandonar todo cuanto te rodeaba?
–Es difícil de explicar, Frank... Éramos muy jóvenes, sobretodo yo. Seguimos siéndolo, de hecho. No estaba preparada para la vida que vivíamos. Me sentía encerrada.

Frank apartó la mirada de los ojos de Helena, miró al suelo y finalmente volvió a alzar la cabeza, con lágrimas descendiendo por sus mejillas.

–Sabes que me hubiese ido al fin del mundo por ti. ¡Sólo tenías que habérmelo dicho y al día siguiente estaríamos en la otra maldita punta del Mundo! Sólo tenías que decírmelo... –su voz se rompió y su cuerpo automáticamente se puso en pie– ¡Creí que te había pasado algo! ¡No pude dormir durante meses!

–¡Tú no querías esa vida!... Te gustaba la vida que vivíamos. Te gustaba que nos pasáramos el día en casa, que saliéramos a cenar los Sábados, que diésemos paseos por el parque y que tomásemos café por las mañanas... ¡Incluso querías un perro! –ahora era Helena la que sufría– ¡Yo no quería eso! ¡Tenía dieciocho años, Frank, no cuarenta! ¡Teníamos vida de jubilados!

Frank se llevó las manos a la cabeza y lloró a gritos, le dio un puñetazo tan fuerte a la pared que dejó la marca de sus nudillos, que ahora sangraban. Helena también lloraba. Se sentía la peor persona del mundo por lo que le había hecho a Frank, le había transformado en algo que realmente no era. Le había convertido en alguien que no quería vivir.

–Me dijiste que eras feliz... –susurró.– Yo hubiese sido feliz en cualquier lugar en el que tú estuvieras. Te di todo lo que me pediste en la vida. ¡Tenías una vida de ensueño y la mandaste a la mierda! Espero que arruinar mi vida te ayudase a encontrar eso que tanto ansiabas. Que duermas bien. –y tras esto, cerró la puerta y se marchó.

Helena se quedó en silencio. Se levantó, con la vista aún nublada por las lágrimas que derramaba y apoyó la cabeza en la puerta. ¿Cómo podía haberle hecho eso a Frank? Sabía que jamás la perdonaría ¿por qué había ido esa noche a su casa? Sólo había reabierto las heridas de Frank...

Cerró los ojos y recordó una de las muchas noches que había vivido junto a él entre esas cuatro paredes.

Se veía a ella misma, hacía seis años, durmiendo en la gran cama de roble. Las sábanas de seda blanca estaban tiradas por los suelos, eran el resultado de una noche de amor que jamás olvidarían. Frank no estaba junto a ella en la cama, se le escuchaba en el piso de abajo, en la cocina. La antigua Helena se había despertado en una de las múltiples veces en las que al antiguo Frank se le había caído algo. Antes de abrir los ojos ya estaba sonriendo. Se levantó y se dirigió a la puerta, atravesando a la Helena actual. Se asomó por la barandilla de la escalera y vio a Frank con una gran bandeja repleta de comida camino al dormitorio. Salió corriendo hasta la cama y cerrando los ojos, se hizo pasar por dormida.

Estaba radiante. Mucho más guapa de lo que lo estaba ahora, y eso parecía difícil a primera vista. La felicidad hacía que los ojos le brillasen con intensidad y que incluso su cabello brillase más.

Frank atravesó la puerta y dejó la bandeja sobre la cama, al lado de Helena, abrió las persianas hasta arriba del todo y la besó en la frente.

–Buenos días –le dijo al oído– Te he preparado una sorpresa. Abre los ojos antes de que se le vayan las vitaminas al zumo.

Lo siguiente fue un desayuno plagado de sonrisas y besos entre los Frank y Helena del pasado.



La Helena del presente estaba destrozada, se apoyaba en las marcas del puñetazo de Frank y las acariciaba con las yemas de los dedos. Ya no lloraba. Hay personas que dicen que los que conocen el verdadero sufrimiento saben que llega un momento en el que las lágrimas ya ni se molestan en salir. Eso fue exactamente lo que le sucedió a ella.

Se dirigió al cuarto de baño del dormitorio, se quitó la ropa y se puso el pijama improvisado que él le había preparado. Observó su imagen en el espejo y sintió lástima por ella misma. Porque al fin y al cabo ella también era una víctima de su inmadurez e impulsividad.

Regresó al dormitorio y trató de dormir. Dio apenas una cabezada de menos de diez minutos de duración y abatida, decidió darse por vencida.

Se levantó y se sentó en el escritorio –de madera de roble para variar–. Sobre él había un montón de papeles y bolígrafos. Los pocos papeles a los que echó un vistazo eran avisos de facturas sin pagar y multas, pero lo que realmente le llamó la atención fue una fotografía que sobresalía de una esquina de otra factura. Tiró de ella y entonces lamentó haberlo hecho. Era una fotografía de Frank y ella en el jardín de la casa, ambos sonreían y él le agarraba la cintura con tanto cariño que parecía tener miedo a que ella echase a volar. Ironías de la vida.

Se estaba volviendo loca.

Bajó las escaleras en busca de Frank, quién estaba sentado en el viejo sofá de color beige, mirando el televisor una película casera. Era el decimoctavo cumpleaños de Helena, ella lo reconoció rápidamente ya que fue el último que pasaron juntos.

La imagen de Frank viendo ese vídeo, después de tantos años y sonriendo al ver la sonrisa de Helena en pantalla fue tan superior a ella que bajó los escalones que le faltaban de la escalera y fue directa al sofá.

Frank se quedó mirándola perplejo y finalmente, recogió las piernas, cediéndole asiento. Paró la cinta de vídeo y le ofreció un trozo de la manta que tenía sobre las piernas. Helena accedió y se tapó con ella. Tenía pensado disculparse, decirle a Frank lo arrepentida que estaba de lo que había hecho y lo mucho que seguía queriéndolo. Abrió la boca, armándose de valor y cogiendo aire, pero justo antes de pronunciar la primera sílaba al completo los labios de Frank ya la habían callado.

La besó.

La besó tantas veces como había deseado hacerlo desde que ella se había ido. Una vez que le dio tiempo a reaccionar, ella respondió a sus besos con más besos hasta que se encontró sobre su cuerpo. Él, sin poder terminar de creer si se trataba de la vida real o de otro sueño más, acariciaba torpemente cada centímetro del cuerpo de Helena. Ella entrelazó sus dedos en el pelo de Frank y se aferró a su gran espalda. Le quitó la camiseta y aspiró el dulce aroma de su piel.

Él imitó sus pasos y una vez hechos, se abrazaron con fuerza. No podían creerse que estuviese sucediendo. Pese al paso de los años, sus manos seguían recordando perfectamente la anatomía del cuerpo que tenían ante sus ojos y su corazón estaba hambriento del amor que sus labios se regalaban. No podían parar de besarse. En un par de ocasiones a Helena le dio la sensación de que Frank moriría asfixiado.

Ambos se abrazaron y una vez más, Frank la cogió en brazos y la llevó hasta el dormitorio. Una vez allí, se dejaron caer sobre la cama y comenzaron nuevamente con la danza de cuerpos. Hicieron el amor hasta perder la cuenta y finalmente, se durmieron abrazados, siendo testigos del nuevo amanecer que nacía ante sus ojos.

–Te quiero –dijo Frank abrazando el cuerpo con el que tantas veces había soñado.– No vuelvas a irte... No puedo... No quiero volver a perderte.