domingo, 25 de noviembre de 2012

Las mujeres de mi vida


Capítulo 1. Fuego e hielo.
Caminaron las bellas ninfas por infinitos páramos de mi agonizante memoria, yacieron en mis brazos bajo los altos techos de legendarios y viejos castillos flotantes. Atravesaron los rudos y pintarrajeados muros de mis grotescas mazmorras, y como si de buscar una gloriosa salvación se tratase, encendieron los candiles que adornaban mis ruinas, buscando algo de luz entre su eterno y cegador hastío.
No mencionaron sus respectivos nombres, ni tan siquiera el lugar del que procedían. Tan sólo insistían en el pálpito inmortal que las había arrastrado hasta la humildad de mi antigua morada. Yo las observaba. Observaba sus pieles pálidas como la fría porcelana, sus ojos azules como el lejano cielo, y al mismo tiempo, la oscuridad que poseían éstos. No pude negarme a dejarlas pasar. El agradecimiento de sus jóvenes sonrisas evocó en mí una sensación de bienestar que recorrió todas y cada una de las vértebras que forman mi desviada columna vertebral. Entre la decenas de cuerpos disfrazados de pureza e inocencia, destacó una bella dama cuya mirada hizo nacer en mí interior baladas tristes y pasionales; dignas de cualquiera de los grandes músicos ancestrales de la época. No podía apartar mis curiosos ojos de ella. Tan sólo el danzar de su cabello entre las suaves bocanadas de aire fresco me hacían caer hipnotizado ante sus pies. ¿Era ella un regalo de Dios por mis años de soledad y depresión? ¿O acaso no era más que un producto de mi enorme deseo de amar?
Las luces de los candelabros nos iluminaba con timidez, mientras sus compañeras danzaban a su alrededor yo insistía parado en el centro del caos de mi hogar, observándola cantar. La música nos envolvía y llenaba cada rincón de la estancia, sólo a ella y a mí. El resto del mundo parecía ajeno a nuestra armoniosa conexión de almas. Desquitándome así de las telarañas que habían invadido mis dedos desde hacía años alcé mis lánguidas manos, buscando su encuentro. Ella continuó con las últimas notas de su canto, con la mirada fija en mí.
Fue un acto fugaz, yo la abracé y ella miró en el interior de mi alma. La luz se convirtió en una luz gris y azul, proveniente de sus ojos. El aire se enfrió hasta el punto de hacer castañear los dientes de mis invitadas y toda sensación de bienestar abandonó la sala en cuestión de interminables segundos.
Un esplendor gélido como el hielo irrumpió en la cara de mi nueva amada, quien se llevó las manos al corazón, como si éste tratara de detenerse de una vez por todas. El gemido de su voz sólo emitía quejidos sin ningún significado aparente, hasta que de repente, todo se detuvo y ella gritó sin cese. Rápidamente se unieron sus aliadas al grito de muerte. Mis manos, desconcertadas, cambiaron su rumbo, ahora intentaban taponar mis oídos, tratando de protegerse del efecto ensordecedor de tal ruido. La que por unos instantes había sido mi dulce ángel amado, ahora se convertía en un enorme charco de sagrada sangre que se extendía hacia todos los lados de la estancia.
El resto de las ninfas comenzaron a sollozar y gritar por la muerte de su hermana. Rasgaron sus vestimentas y marcharon por la puerta corriendo hacia la oscuridad del frondoso bosque gris.
“No os vayáis...” traté de suplicarles, en vano. “Haced que vuelva a la vida...”
El silencio me respondió con su desesperante presencia. Sin más dilatación, me abalancé sobre los restos sanguíneos de mi amada y conservé lo que pude obtener en una hermosa urna de cristal.
“Estás aquí, amada mía...”
“Estás aquí y nunca te marcharás”
Aquella lúgubre noche la pasé abrazado a los escasos recuerdos de mi hada, mi bellísima ninfa del amor. Su innegable presencia todavía seguía invadiendo la sala, en la cual ya sólo yacían los restos de velas aún a medio consumir y un halo de tristeza y locura que me invadía sin piedad. Mi mente trataba de encontrar una razón a la extraña muerte de mi amor, ignorando el concepto de que ella fuese un producto de mi locura y que lo que yacía en aquella urna entre mis brazos sólo fuera algo de vino barato. Me negaba a asumir que ella sólo fuese una consecuencia de mi embriaguez.
Ella había sido real, había entrado aquella noche a mi morada y nos habíamos amado con locura en un vals de miradas. Por no mencionar a sus otras hermanas, quienes corrían de un lado a otro por el bosque que custodiaba mi hogar. De vez en cuando, se llegaba a percibir el canto disgustado de sus almas.
Ellas habían sido real, al igual que el amor que yo había sentido por mi ángel. Tanto su belleza como su canto habían deleitado mis sentidos y habían despertado en mí una sed de amor incapaz de ser controlada por ninguna de mis lágrimas.
Aquel día, el amanecer pareció haber llegado antes de lo previsto, y el Sol consiguió filtrarse entre las rendijas de mi desesperación; Pese a mis inútiles intentos de evitarlo, nos iluminó. Nos iluminó a mí y a lo que quedaba de mi amada.
Las manecillas del reloj continuaban avanzando sin retorno, el chasquido del reloj tras cada minuto resonaba en cada uno de los aposentos de mi hogar y martilleaban mi alma. Traté de dormir unas horas, pese a que finalmente quedaran reducidas a escasos minutos adornados con trágicas pesadillas. Al reabrir los ojos sentí una explosión de sensaciones nada agradables que trajeron como consecuencia un llanto inquebrantable que no parecía tener fin. Decidí, en un acto de cuestionable valentía, convertir mi dolor en rabia y alimentarme de ella. Tal acto me regaló las fuerzas necesarias para levantarme de mi lecho y renacer tras la muerte a la que había estado sometido durante la larga y fría noche.
Con una débil esperanza de aferrarme a algo consistente, caminé hasta el sombrío camposanto. La alfombra de hojas secas que crujían tras mis pies me guió hasta un lugar apartado dentro del mismo cementerio. Las aves graznaban en el cielo claro y algunos copos de nieve comenzaban a caer sobre mi cabeza. Las cimas heladas de las montañas adornaban el bello valle y encuadraban un paisaje digno de ser observado.
Dejé caer mi cuerpo, exhausto, sobre la primera losa que se cruzó en mi disparatado camino y cerré los ojos en busca del olvido. La piedra marmórea que yacía bajo mi cuerpo estaba congelada y cubierta por una finísima capa de hielo.
“¿Por qué lloras?” preguntó la dulce voz “¿A caso no eres feliz?”
“¿Y cómo podría ser feliz con un corazón triste y mutilado?” “Ella se ha marchado y con ella, mi espíritu. No tengo nada salvo la pesada carga de un cuerpo inútil y desgastado”
La suave voz dejó ver su procedencia, una bella doncella blanca de ojos azules como el océano.
“Yo podría curar tus heridas” susurró “Yo podría secar tus lágrimas”
Alcé la mirada, buscando la mano salvadora que me ofrecía la dulce muchacha. Ella se retiró la capucha blanca que cubría su cabellera rubia y sana y la dejó caer sobre la nieve. Acto seguido, se arrodilló ante mi cuerpo y apoyó su cabeza sobre mis rodillas.
La frialdad de su tez era comparable a la de el manto blanco que tejía el cielo. La miré con los ojos esperanzados y el alma quieta.
“En memoria del fallecido corazón y de todo lo que un día amé, dejaré que pases una noche en mi hogar” le dije “Si al amanecer, tanto tu cuerpo como tu alma siguen allí, te prometo que te amaré de la mejor manera que sé”.
El atardecer llegó y nos abrazó. Nosotros insistíamos en nuestro silencio sepulcral y observábamos como los matices cárdenos iban haciéndose poco a poco con el cielo. El frío también sacudía nuestros huesos cada vez con más intensidad.
Decidimos marcharnos a casa antes de que el anochecer hiciera acto de presencia, dejando nuestras huellas grabadas en la capa de nieve fría que cubría el suelo. Al llegar a casa, conduje a mi nueva invitada hacia mis aposentos mientras el quejido de mis fieles ninfas me atormentaba. Me erguí sobre las llamas de la vieja chimenea humeante, siempre bajo los níveos ojos de mi fría compañera. “¿No duermes?” preguntó.
“¿Para qué? Los sueños ya no son mi hogar, en ellos no hay nada interesante para mí” contesté “Duerme tú, niña, duerme tú mientras puedas. Disfruta el único mundo que es verdadera y únicamente tuyo”
“Que sea de ambos” dijo, introduciendo sus lánguidas manos por mi camisa y acariciando mis pectorales. Mi fuero interno se avivó y despertó en mí una sed de lujuria que comenzó a correr por mis venas como un caballo desbocado.
Hechizado por las facciones angelicales de la mujer que ahora besaba mi cuello y mis lóbulos dejé salir al animal que había en mi interior.
“Nivelh” “Llámame Nivelh” dijo ella “Di mi nombre, amado mío”
Abracé el cuerpo de mi amante y lo transporté hasta la cama. Las gélidas caricias de mi Nivelh, mi gélida joven de corazón y manos ardientes me hacían estremecerme sobre su cuerpo semidesnudo.
Yo entré en ella y ella entró en mi corazón. Aquella noche todos mis fantasmas me alcanzaron.
En el exterior, los relámpagos y los truenos sacudieron la tierra sin piedad.

-B. 

miércoles, 10 de octubre de 2012

El Invierno está enamorado del Artista.

El Invierno está llegando, y junto a él, todas las cosas que nunca dijimos: los secretos que tenemos encerrados bajo llave, los pensamientos ocultos entre nuestros temores, y sobretodo, los sentimientos reprimidos en nuestra mente y corazón. Está ocurriendo, su llegada es inminente. Regresa con todas sus consecuencias y nos deja sin habla. Comienza con malditas pesadillas relacionadas con un pasado casi superado y termina con un jersey con las mangas demasiado largas.
Algunos dicen que el Invierno es la época de los artistas, su máxima etapa de creatividad e inspiración. Y claro que es así, ¿cómo no iba a serlo?
¿Qué sería de un escritor sin su pena? ¿Y qué sería de un músico sin sus altibajos? ¿Que sería de un pintor sin sus frustraciones? Necesitamos el Invierno; Nos alimentamos del Invierno.
Necesitamos el olor a lluvia y el estruendo de las gotas impactando con agresividad sobre el asfalto. Necesitamos una playa fría o un bosque gris. Necesitamos un charco en el hormigón que nos refleje todo lo que llevamos dentro. Necesitamos el Invierno.
¿Y qué pasa con nuestro dolor? Con nuestras lágrimas, ¿A dónde van a parar ellas? ¿Son realmente un sacrificio digno de alguna recompensa? ¿Superaremos algún día la llegada del Invierno y lo que esto representa?
No, claro que no lo haremos.
Porque somos meros conductos entre el Arte y la realidad, somos simplemente los frutos de un árbol que esperan dejar de estar colgando algún día. Manzanas que sueñan con ser peras; Perros que sueñan con ser gatos.
El Invierno nos despierta tras un Verano de engañosa felicidad. Nos devuelve a la realidad

-B.J.D

domingo, 23 de septiembre de 2012

Perdón. Parte II.


A la mañana siguiente, Frank seguía aferrado al cuerpo de Helena, no se había despegado ni lo más mínimo. Mentiría si negase que al despertar se había desconcertado al verla allí, llevaba demasiadas noches soñando con su regreso y no podía terminar de asimilar que el amor que un día se había desvanecido de la noche a la mañana volviese a estar entre sus brazos.

Había sentido tantas emociones en los últimos años que era incapaz de asimilar que por fin algo volviese a encender el trasto que tenía por corazón, aunque puestos a suponer, si existía algo, por remoto que fuese sobre la faz de la Tierra capaz de revivir el corazón de Frank, esa era Helena.

Respiró lentamente evitando despertarla. Acarició su melena rubia y cubrió su cuerpo desnudo con las sábanas de algodón blancas. Helena era preciosa mientras dormía. Frank no podía entender cómo la quería tanto. Se había jurado mil veces a sí mismo no volver a pensar en ella, no volver a recordarla y sobretodo no perdonarla nunca...Y ahora, no podía ni creer que estuviese allí. Ella se había filtrado en cada rincón de la casa, en cada fibra de su cuerpo y en su propia alma. No podía olvidarla porque ella formaba parte de lo que él era ahora. No podía ignorarla porque ella se había convertido en su razón de vivir.

No sabía con exactitud el motivo de su huida, pero extrañamente, ya no le importaba. Si se trataba de la monotonía, él crearía nuevos universos para ella. Si se trataba de que ya no le amaba, él trataría de enamorarla hasta que se le quebrase el aliento. Haría lo que hiciese falta para que no se marchase de nuevo.

Incluso dejó que se le escapara una tierna sonrisa cuando ella cambió la postura para acabar con la cabeza sobre su pecho. ¿Escucharía ella los latidos de su corazón?

Aspiró el aroma de su cabello y miró hacia la ventana, el paisaje era maravilloso. Ya debía de ser mediodía. Era la primera vez en mucho tiempo que se despertaba tan tarde, y aún así, no le importaba. No pensaba levantarse de esa bendita cama hasta que Helena le obligara a hacerlo. Parecía tan cómoda, tranquila y relajada que a Frank casi le dio un vuelco el corazón cuando la vio sacudirse de esa manera tan aterradora y extraña. Casi se puede decir que gritó pidiendo auxilio.

–¡Helena! ¡Helena! –la llamó Frank– ¡Despierta! ¡Es una pesadilla!

El cuerpo de Helena paró de agitarse en seco y la muchacha abrió los ojos de par en par. Observó el rostro de Frank durante un segundo y se llevó las manos a la garganta de inmediato. Parecía que le costaba trabajo respirar. No podía hablar con claridad.

–En la re-rebeca... El aerosol... –pudo apenas pronunciar, ya que de su agitada respiración sólo se percibían pequeños silbidos y una continua tos que impedía el correcto entendimiento de lo que decía– En la rebeca...

–¿En la rebeca? ¿El aerosol? –preguntó Frank, nervioso– ¿¡Tienes un ataque de asma!?

Helena asintió y señaló con la mano el baño mientras tosía, indicándole el lugar en el que se hallaba su rebeca. Frank acudió rápidamente y encontró el pequeño aerosol verde en uno de los bolsillos.

Se lo entregó, y tras inspirar varias veces, Helena comenzó a calmarse hasta dejar de toser y volver a respirar con calma.

–No sabía que tuvieras asma.

–Me lo diagnosticaron hace tres años.

–¿No se supone que eso se diagnostica durante la infancia? –preguntó Frank.

–No tiene porqué ser así siempre; Además, sabes que siempre he odiado los hospitales –respondió– Ahora tengo que vivir pegada a uno de estos siempre –suspiró.

Se quedaron en silencio, contemplando el pequeño aerosol.

–Recuérdame que compre diez de estos –finalizó Frank, haciendo sonreír a Helena.

Acto seguido ella se levantó y se dirigió hacia el baño y al levantarse, se dio cuenta de que seguía desnuda.

–Me preguntaba si tendrías algo de ropa para prestarme. La mía huele a perros.

–Claro. Te buscaré algo –respondió amablemente Frank– Aunque no me importaría que te quedaras así todo el día –dijo sonriendo con picardía.

–Siento decepcionarte, pero tengo la extraña manía de usar ropa... Ya ves, cada persona es un Mundo.

–Y que lo digas –suspiró– Supongo que tengo algo que podría servirte, enseguida vuelvo –dicho esto, salió de la habitación, dejando a Helena completamente sola y desnuda. Ella cogió la manta negra que había cubierto la cama la noche anterior y se envolvió en ella. Olía a Frank.

Al rato, Frank regresó con una camisa a cuadros roja, un pantalón pirata de tela vaquera y ropa interior masculina sin estrenar, aún guardada en su paquete y con la etiqueta puesta.

–Supongo que querrás ducharte. He encendido el termo. Yo estaré duchándome en el piso de abajo.

Si necesitas algo, ya sabes donde hallarme.

–Gracias Frank, –agradeció Helena antes de que él se dispusiera a salir por la puerta.– por todo. Gracias.

Frank cerró la puerta tras sí y ella se adentró en el baño. Abrió el grifo del agua caliente y se duchó con rapidez, una vez limpia, llenó la bañera de agua limpia y se introdujo en ella. Estaba algo impactada por todo lo sucedido.

Aún le dolían los brazos y las piernas a consecuencia de la noche anterior, todo había sido muy intenso. Frank la había hecho suya por completo y ella lo había hecho suyo de la misma manera. No recordaba todos los detalles, pero habían un par de arañazos y moratones que le ayudaban a recordar lo pasional y emocionante que había sido.

Frank había cambiado mucho en lo que en el sexo y la pasión respecta. Antes, el antiguo Frank solía tratar a Helena la mayor parte del tiempo como si fuese de cristal. Parecía temer tocarla por miedo a que se rompiese; Sin embargo, el Frank de ahora era pasional pero tierno, dulce pero fuerte, bueno pero pícaro... Aunque había una cosa en la que no había cambiado ni lo más mínimo, y es que Frank seguía amando a Helena como el primer día. No había dejado de hacerlo ni un sólo segundo.

Helena lo recordaba con el mejor recuerdo que se puede recordar a una persona: Como la mejor persona que jamás había conocido, como un hombre que ni ella misma merecía.

Los primeros meses en Francia fueron tan duros... Un lugar desconocido, con una lengua desconocida y un ambiente desconocido. Dada por desaparecida en el país vecino y con un amor muriendo por encontrarla. Se sentía tan presionada que, pese a haberse arrepentido de su marcha a los escasos días de llegar, no pudo tomar el valor suficiente como para volver y decirle a la cara a Frank que había tratado de abandonarlo. No a él. Podía enfrentarse a su familia, a sus amigos y conocidos, pero no a él. No a Frank.



Una vez que se sintió completamente relajada, salió de la bañera y se vistió. Estaba graciosa con esa ropa, parecía una mujer de campo. Decidió trenzarse el pelo a un lado. Estaba convencida de que Frank le regalaría algún ingenioso chiste sobre su vestimenta en cuanto la viera.



Mientras bajaba la escalera vislumbró a Frank al otro lado del salón. ¡Estaba guapísimo! Se había puesto una camiseta gris y un pantalón vaquero. Se había desecho de la barba e incluso parecía que se había cortado las puntas de la melena.

–¿A dónde quieres ir a comer hoy? Invito yo.

–Comer... En la calle... No creo que sea muy buena idea, Frank...

–Vale, no hay ningún problema. Pediremos algo, ¿te apetece comida China?

–No he avisado a mis padres de que he vuelto.

–¿¡Qué!? –exclamó Frank– ¿¡No los has avisado!?

–No. Nadie sabe nada. Sólo tú.

–Pero... Ellos sabían que estabas en Francia, ¿no? Quiero decir, les avisarías, supongo... –la voz de Frank sonaba dolida. Helena comprendió que él siempre había creído que sus padres conocían el paradero de su hija y no habían querido compartirlo con él.

–No. Nunca les dije nada. Llevan seis años sin saber nada de mí.

Frank se llevó las manos a la cabeza y suspiró muchas veces. Después le dio la espalda a Helena y miró a través de la ventana al majestuoso jardín que se asomaba. Entonces, algo se conectó en su cabeza, sonó un chasquido en su interior y logró ver la parte positiva del caos que le rodeaba. Helena había vuelto por una única y exclusiva razón: para volver a estar juntos. Y mientras, él, no había parado de pensar en el pasado y en el miedo de recrearlo. Se sintió tan estúpido que caminó a los brazos de Helena y la alzó con facilidad y gracia. La cogió con un brazo y la llevo hasta el jardín.

Una vez allí, la dejó en el césped y se marchó.

Helena no sabía cómo reaccionar. No sabía si Frank estaba feliz de que ella estuviese allí o no. Si estaba enfadado o triste, o si simplemente se había insensibilizado a las emociones. Había momentos en los que no conocía a la persona a la que tenía delante pero, por contraposición, había ocasiones en la que era tan Frank que no podía apartarse de su lado. Optó por dejarse llevar y disfrutar del día que tenía ante sus ojos, un precioso día de Sol resplandeciente y aire fresco. Se tumbó en el césped y cerró los ojos, sin pensar en nada. Dejando la mente en blanco, por primera vez en mucho tiempo.

–¡Eh! ¡Estás aplastando el mantel! –exclamó Frank.

–¿Cómo? ¿Qué dices? –preguntó Helena con los ojos aún cerrados. Al abrirlos, Frank estaba cruzado de brazos frente a ella. Al darse cuenta de que había abierto los ojos, la señaló.

Helena miró el lugar al que Frank señalaba y se sorprendió al ver un bonito mantel blanco sobre el césped. Ella estaba aplastando una de sus cuatro esquinas.

–He pensado que te apetecería un picnic.

Observó los ojos de Frank. Eran azules como el océano y en ellos sentía que tenía el azul del cielo que todos idealizamos en nuestros más bellos sueños. Eran unos ojos tan redondos y bonitos que a Helena le horrorizó imaginarlos esbozando lágrimas durante seis años seguidos, día y noche. Se prometió a sí misma no volver a hacerlos llorar salvo de felicidad en lo que le quedara de vida.

–Voy a hacer sándwiches –dijo Frank y se dispuso a marcharse pero, entonces, ella le agarró la mano y tiró de ella. Él cayó sobre ella y al caer, mostró una mueca de dolor. Un metro noventa la aplastaba a ella y sin embargo era él el que ponía cara de dolor. Esas cosas eran las que la hacían querer a Frank. Esas cosas era las que Helena no había podido encontrar en otros hombres y por las que había regresado; Porque no había nadie mejor que Frank, al menos no para ella.

–Te quiero, Frank Dimpson –susurró entre sonrisas– ¡Te quiero!

Él la miró, sin palabras. La besó en los labios y le acarició el cabello. No había podido imaginar mejor instante ni aún de haberlo intentado.

–Déjame vivir aquí... Para siempre –susurró en el oído de Helena– Déjame quedarme en este momento y no despertar jamás... porque tengo miedo de perderte otra vez y creo que sería incapaz de volver a vivir sin ti –tenía la sonrisa más grande y plena que Helena había visto jamás– Yo sí que te amo, Helena Lackson, yo sí que te amo.

–Ayer, ahora y siempre. –contestó ella.

–Hasta los restos –finalizó él.

Perdón. Parte I


Avanzó rumbo a la, tan familiar, calle. Giró a a izquierda -como tantas veces lo había hecho en un pasado- y trató de ignorar los sitios claves que, sin duda, avivarían sus recuerdos.
Las tenues luces de las farolas la iluminaban suave y tímidamente, como evitando molestarla. El viento apenas se molestaba en soplar y las aves nocturnas la observaban caminar con lástima y compasión. Helena estaba preciosa, aunque eso no era nada destacable, pues ella siempre lo había estado. El cabello rubio le caía en forma de cascada a lo largo de toda su espalda y su piel tersa y pálida estaba cubierta por una fina rebeca gris.
¿Cómo unos ojos tan dulces podían esbozar tantas lágrimas?

Conforme sus pies se pararon, su corazón comenzó a latir con más rapidez. Era una bonita casa de color verdoso, con grandes ventanas blancas y un pequeño jardín repleto de árboles que, como bien sabía Helena, podían llegar a hacerte sentir que estabas en el mismísimo Edén.
Trató de avanzar pero sentía que por cada paso que daba, retrocedía tres más. Se sentía sin fuerzas ni valor hasta que logró observar la silueta de Frank en la ventana de la cocina.
¿Cómo reaccionaría él al verla? Después de tantos años, la pequeña e indefensa Helena había vuelto a medianoche, sin avisar, tratando de hacer no sabía qué.
Decidió no pensarlo dos veces más antes de atravesar el jardín y aporrear el timbre de la bonita y acogedora casa de Frank Dimpson, seis años más tarde. Pegó tres veces, como tantas veces había hecho en el pasado y en su interior deseó que Frank intuyese que era ella y decidiese no abrirle la puerta.
Se sintió débil y vulnerable, como si tras esa puerta se encontrase su último aliento. Sintió ganas de salir corriendo y huir, pero sabía que no podía hacerlo. No otra vez.
La silueta de Frank tras la puerta le hizo un nudo en la garganta, ya casi podía escuchar la mano de Frank girando el pomo de la puerta. Se dio media vuelta, dispuesta a irse y no volver a acudir a ese sitio jamás. Estaba aterrorizada.

–¿Helena? –preguntó la dulce y aterciopelada voz de Frank– ¿Helena? ¿De verdad eres tú?
Los ojos de ella se inundaron de lágrimas. Giró sobre sí misma y se encontró con los ojos de Frank, que la miraban alucinados, sin terminarse de creer lo que estaba sucediendo.

El interior de la casa estaba exactamente igual que como ella lo recordaba, ni un mueble más ni uno menos. El mobiliario de madera de roble le traía tantos recuerdos que no sabía hacia donde dirigir su mirada. Posarla en Frank era peor, muchísimo peor, porque además de recuerdos encontraba tristeza, decepción y dolor... Mucho dolor.
–He estado esperándote seis años –su voz sonó como si ni él mismo soportarse oírlo–... Seis años. Sin tener ni una mínima pista, ni una llamada, ni una carta... ¡Ni siquiera una maldita nota! –ahora era la rabia la que hablaba por él.– Te marchaste sin más, sin preocuparte por nada ni nadie. ¡Yo lo dejé todo por ti y tú te marchaste sin más!... Nunca me quisiste, ¿verdad?
Helena nunca había visto a Frank enfadado, aunque ciertamente ella nunca había visto a Frank tan demacrado como lo veía ese día. Él siempre había sido un hombre guapo, de buen físico y buena actitud. Poseía grandes bellezas interiores y exteriores, buenos dotes carismáticos y un corazón que no le cabía en el pecho. Pero ya nada quedaba de ese Frank. Seguía siendo guapo, pero ahora ya no había luz en su rostro y el azul de sus ojos parecía haberse apagado. Su perfecta barbilla ahora estaba poblada de barba y su cabello le caía hasta los hombros de manera desigual y alocada.
Helena estaba sin palabras.
–¡¿Ahora no hablas?! ¿Te presentas a las tres de la madrugada en mi casa, después de seis años y ni siquiera te dignas a dirigirme la palabra?
El cúmulo de sensaciones y malestar pudo con la joven, haciendo que se echara a llorar al suelo y se rompiera en miles de pedazos que chocaron en los descalzos pies de Frank, quien se giró y la contempló. Su rostro cambió, ya no mostraba rabia sino preocupación.
–No... Por favor... No llores –susurró– No... No lo soporto. No puedo verte llorar.
Se sentó en el suelo junto a ella y la abrazó hasta que ella se calmó -lo que no fue precisamente poco tiempo- y finalmente cogió la cabeza entre sus manos y le limpió lo que había quedado de las lágrimas con el dedo pulgar de su mano izquierda.
En estas cosas se podía ver a Frank, al verdadero Frank.
–Te he echado de menos –le susurró en el oído– No vuelvas a irte sin avisar... No lo soportaría...
Helena alzó la mirada y asintió, después, buscó un hueco en el cuello de Frank donde poder descansar, y una vez encontrado, así lo hizo.

Finamente, él la alzó en brazos, teniendo sumo cuidado de no despegarla de su cuello y subieron escaleras arriba, rumbo al dormitorio principal. Pese al gran deterioro físico, Frank seguía siendo fuerte. Lo suficiente como para que ella no se desplazase en todo el viaje ni el más mínimo centímetro.
Una vez que la depositó en la cama, le quitó las botas de cuero marrón y le besó la frente. Después, desapareció.

Helena trató de incorporarse un poco y fue entonces cuando recordó el dormitorio en el que estaba.
Era el mismo dormitorio en el que Frank y ella habían compartido tantísimas noches, tantísimos recuerdos. Al igual que en el resto de la casa, todo continuaba exactamente igual, lo que colaboraba más duramente en el rememoramiento.
Al rato Frank volvió con una camiseta que hacía publicidad de una hamburguesería local que ambos conocían muy bien, de hecho, fue allí donde se conocieron. También traía un pantalón de chándal negro.
–¿Te esperan en algún lado esta noche? –preguntó tímidamente– El tiempo está empeorando... Y creo que tenemos algunas cosas de las que hablar.
<<Se preocupa por mí>> pensó ella <<Después de todo...>>
–No. No hay nadie esperándome–respondió Helena.
–Permítete, puede que sea indiscreto, pero creo que tengo derecho a preguntar –<<Mierda>> pensó– Pero... ¿por qué te fuiste?
El único que respondió a la pregunta de Frank fue el silencio, puesto que Helena se sentía demasiado cansada como para conseguir explicar algo esa noche a Frank, ni aún de haberlo intentado hubiera podido.
–Vale. Pues al menos dime a dónde fuiste.

–Francia.
–¿A Francia? ¿De verdad? –la voz de Frank sonó tan impresionada como decepcionada– ¿Y qué había allí tan importante como para abandonar todo cuanto te rodeaba?
–Es difícil de explicar, Frank... Éramos muy jóvenes, sobretodo yo. Seguimos siéndolo, de hecho. No estaba preparada para la vida que vivíamos. Me sentía encerrada.

Frank apartó la mirada de los ojos de Helena, miró al suelo y finalmente volvió a alzar la cabeza, con lágrimas descendiendo por sus mejillas.

–Sabes que me hubiese ido al fin del mundo por ti. ¡Sólo tenías que habérmelo dicho y al día siguiente estaríamos en la otra maldita punta del Mundo! Sólo tenías que decírmelo... –su voz se rompió y su cuerpo automáticamente se puso en pie– ¡Creí que te había pasado algo! ¡No pude dormir durante meses!

–¡Tú no querías esa vida!... Te gustaba la vida que vivíamos. Te gustaba que nos pasáramos el día en casa, que saliéramos a cenar los Sábados, que diésemos paseos por el parque y que tomásemos café por las mañanas... ¡Incluso querías un perro! –ahora era Helena la que sufría– ¡Yo no quería eso! ¡Tenía dieciocho años, Frank, no cuarenta! ¡Teníamos vida de jubilados!

Frank se llevó las manos a la cabeza y lloró a gritos, le dio un puñetazo tan fuerte a la pared que dejó la marca de sus nudillos, que ahora sangraban. Helena también lloraba. Se sentía la peor persona del mundo por lo que le había hecho a Frank, le había transformado en algo que realmente no era. Le había convertido en alguien que no quería vivir.

–Me dijiste que eras feliz... –susurró.– Yo hubiese sido feliz en cualquier lugar en el que tú estuvieras. Te di todo lo que me pediste en la vida. ¡Tenías una vida de ensueño y la mandaste a la mierda! Espero que arruinar mi vida te ayudase a encontrar eso que tanto ansiabas. Que duermas bien. –y tras esto, cerró la puerta y se marchó.

Helena se quedó en silencio. Se levantó, con la vista aún nublada por las lágrimas que derramaba y apoyó la cabeza en la puerta. ¿Cómo podía haberle hecho eso a Frank? Sabía que jamás la perdonaría ¿por qué había ido esa noche a su casa? Sólo había reabierto las heridas de Frank...

Cerró los ojos y recordó una de las muchas noches que había vivido junto a él entre esas cuatro paredes.

Se veía a ella misma, hacía seis años, durmiendo en la gran cama de roble. Las sábanas de seda blanca estaban tiradas por los suelos, eran el resultado de una noche de amor que jamás olvidarían. Frank no estaba junto a ella en la cama, se le escuchaba en el piso de abajo, en la cocina. La antigua Helena se había despertado en una de las múltiples veces en las que al antiguo Frank se le había caído algo. Antes de abrir los ojos ya estaba sonriendo. Se levantó y se dirigió a la puerta, atravesando a la Helena actual. Se asomó por la barandilla de la escalera y vio a Frank con una gran bandeja repleta de comida camino al dormitorio. Salió corriendo hasta la cama y cerrando los ojos, se hizo pasar por dormida.

Estaba radiante. Mucho más guapa de lo que lo estaba ahora, y eso parecía difícil a primera vista. La felicidad hacía que los ojos le brillasen con intensidad y que incluso su cabello brillase más.

Frank atravesó la puerta y dejó la bandeja sobre la cama, al lado de Helena, abrió las persianas hasta arriba del todo y la besó en la frente.

–Buenos días –le dijo al oído– Te he preparado una sorpresa. Abre los ojos antes de que se le vayan las vitaminas al zumo.

Lo siguiente fue un desayuno plagado de sonrisas y besos entre los Frank y Helena del pasado.



La Helena del presente estaba destrozada, se apoyaba en las marcas del puñetazo de Frank y las acariciaba con las yemas de los dedos. Ya no lloraba. Hay personas que dicen que los que conocen el verdadero sufrimiento saben que llega un momento en el que las lágrimas ya ni se molestan en salir. Eso fue exactamente lo que le sucedió a ella.

Se dirigió al cuarto de baño del dormitorio, se quitó la ropa y se puso el pijama improvisado que él le había preparado. Observó su imagen en el espejo y sintió lástima por ella misma. Porque al fin y al cabo ella también era una víctima de su inmadurez e impulsividad.

Regresó al dormitorio y trató de dormir. Dio apenas una cabezada de menos de diez minutos de duración y abatida, decidió darse por vencida.

Se levantó y se sentó en el escritorio –de madera de roble para variar–. Sobre él había un montón de papeles y bolígrafos. Los pocos papeles a los que echó un vistazo eran avisos de facturas sin pagar y multas, pero lo que realmente le llamó la atención fue una fotografía que sobresalía de una esquina de otra factura. Tiró de ella y entonces lamentó haberlo hecho. Era una fotografía de Frank y ella en el jardín de la casa, ambos sonreían y él le agarraba la cintura con tanto cariño que parecía tener miedo a que ella echase a volar. Ironías de la vida.

Se estaba volviendo loca.

Bajó las escaleras en busca de Frank, quién estaba sentado en el viejo sofá de color beige, mirando el televisor una película casera. Era el decimoctavo cumpleaños de Helena, ella lo reconoció rápidamente ya que fue el último que pasaron juntos.

La imagen de Frank viendo ese vídeo, después de tantos años y sonriendo al ver la sonrisa de Helena en pantalla fue tan superior a ella que bajó los escalones que le faltaban de la escalera y fue directa al sofá.

Frank se quedó mirándola perplejo y finalmente, recogió las piernas, cediéndole asiento. Paró la cinta de vídeo y le ofreció un trozo de la manta que tenía sobre las piernas. Helena accedió y se tapó con ella. Tenía pensado disculparse, decirle a Frank lo arrepentida que estaba de lo que había hecho y lo mucho que seguía queriéndolo. Abrió la boca, armándose de valor y cogiendo aire, pero justo antes de pronunciar la primera sílaba al completo los labios de Frank ya la habían callado.

La besó.

La besó tantas veces como había deseado hacerlo desde que ella se había ido. Una vez que le dio tiempo a reaccionar, ella respondió a sus besos con más besos hasta que se encontró sobre su cuerpo. Él, sin poder terminar de creer si se trataba de la vida real o de otro sueño más, acariciaba torpemente cada centímetro del cuerpo de Helena. Ella entrelazó sus dedos en el pelo de Frank y se aferró a su gran espalda. Le quitó la camiseta y aspiró el dulce aroma de su piel.

Él imitó sus pasos y una vez hechos, se abrazaron con fuerza. No podían creerse que estuviese sucediendo. Pese al paso de los años, sus manos seguían recordando perfectamente la anatomía del cuerpo que tenían ante sus ojos y su corazón estaba hambriento del amor que sus labios se regalaban. No podían parar de besarse. En un par de ocasiones a Helena le dio la sensación de que Frank moriría asfixiado.

Ambos se abrazaron y una vez más, Frank la cogió en brazos y la llevó hasta el dormitorio. Una vez allí, se dejaron caer sobre la cama y comenzaron nuevamente con la danza de cuerpos. Hicieron el amor hasta perder la cuenta y finalmente, se durmieron abrazados, siendo testigos del nuevo amanecer que nacía ante sus ojos.

–Te quiero –dijo Frank abrazando el cuerpo con el que tantas veces había soñado.– No vuelvas a irte... No puedo... No quiero volver a perderte.







miércoles, 8 de agosto de 2012

La famiglia

Se dice que la familia es la unión de un grupo de almas, y se considera algo tan puro y sagrado que se dice que hasta los Dioses del Olimpo lo llegaron a temer.
Posee una fuerza tan sobrenatural y limpia que cualquier acto de maldad que trate de golpearles, con toda seguridad rebotará sobre el atacante, haciéndole caer en un estado de remordimientos y estrepitosa conciencia que desembocará en un arrepentimiento que nadie podrá calmar por más que se intente.
Son los pilares de la humanización y las alas de aquel pájaro libre que grazna sobre las cabezas de sus hermanos mientras ellos duermen.
Son el arco iris tras la lluvia en la mañana, las luces encendidas de la cocina en la madrugada y la onza de chocolate antes de dormir.
Son el collage de detalles fragmentados y perfumados en sonrisas que yace colgado de chichetas de puntas dobladas en la pared de mi corazón. No importa cuán fuerte azote el viento contra él, yo sé que se aferrará y resistirá, pues ya lo hicieron antes.
Se dice que la familia es la familia.
Y sobran las palabras para hablar de ella.

martes, 22 de mayo de 2012

Té de filosofía barata.

Si presionas una herida en proceso de curación lo lógico es que se vuelva a abrir. Lo más lógico es que comience a volver a derramar sangre, que se abra de par en par, que notes como en ese espacio casi cerrado vuelva a entrar aire, que sientas cómo vuelven a separarse los diminutos trozos de carne que ya parecían casi haberse terminado de coser, y por consiguiente, que haya que volver a empaparla de fármacos y más mierda que se supone que debería de ayudarnos a curarla mientras que lo que yo creo es que lo único que hace es darnos una lección del precio que hay que pagar por no tener cuidado antes de hacerte una herida.

Volviendo al tema, lo lógico es que todo eso ocurriese. Pero lo más lógico aún, es que nunca metiéramos el dedo en la herida, y sin embargo, ahí estamos. Arrancando las postillas aunque duela. Volviendo a sufrir una y otra vez tan solo por tener la herida abierta de nuevo.
Por muy estúpido que suene, mi teoría es que nos gusta reabrir las heridas y soportar las consecuencias porque nos negamos a asimilar que todo vaya a acabarse. Nos negamos a admitir que una vez que la carne se cierre nunca más volverá a reabrirse a no ser que sea con otra herida. Una herida distinta.
Y no queremos una herida diferente, queremos a nuestra herida. Esa que tarda siglos en cerrar y que probablemente termine dejando una horrible cicatriz que llevaremos toda la vida tatuada en nuestra piel, mente o corazón.
¿Que porqué? Porque el o la causante de la herida, en la mayoría de los casos, es lo único que nos deja de recuerdo. Una terrible y gran herida en el corazón. Y nos aferramos a lo único que conservamos, a la única cosa que nos ha dejado y es nuestra. Nos pertenece y no pensamos deshacernos de ella jamás.

Duela lo que tenga que doler.

martes, 15 de mayo de 2012

Desastre

Las luces parpadeantes quemaban mis retinas mientras que el ensordecedor ruido de una ciudad hambrienta de pecados capitales y consumismo sin límites me detonaba los oídos.

¿Qué importaba si la Luna yacía sobre el manto de estrellas rodeado por el humo gris de nuestra inconsciencia?
Tampoco influía que el cielo estuviese llorando sobre nuestras cabezas, tal y como lo estaba haciendo en ese preciso instante.




miércoles, 4 de abril de 2012

#C.19

Hubo un punto en mi vida en el que la luz y la oscuridad dejaron de importar. En el que las sonrisas y las lágrimas eran inexistentes, o con suerte, efímeras. Eran días de inacabables horas, de lluvias incesantes e inviernos mentales que aniquilaban toda la cordura que alguna vez se dignó a pasar por esta vieja mente agonizante. A veces creo que soy como el típico baúl viejo. Ya sabéis, de esos cargados de recuerdos y de momentos inmortalizados en cintas de video,
fotografías en blanco y negro y alguna que otra carta de amor. Soy como esa niña que corretea semidesnuda por la casa, o esa adolescente alzando su diploma de graduación. O tal vez esa joven vestida de novia a la que le duelen los tacones y aún así sigue bailando. También cabe la posibilidad de que sea esa mujer que grita de dolor en la sala de partos, o tal vez la madre que la
acompaña y le sujeta la mano.
Aunque probablemente no sea ninguna de esas.
Simplemente yo sea lo que ya he dicho, un viejo baúl que recolecta miles de historias.
Historias enterradas en otras mentes.
Esa soy yo. La persona que acoge recuerdos que los demás olvidan o ignoran pues es
incapaz de crear los suyos propios.

Bárbara J.D. © 2011

miércoles, 29 de febrero de 2012

Recuerdos vivientes.

Una vez más la marea a traído hasta mis pies aquello que nunca debió suceder. Ha regresado sin más, sin previo aviso ni quince días de antelación. Ha vuelto y ha caído sobre mí, resucitando memorias que ya consideraba muertas y enterradas. Sacudiendo así mis estados de ánimo y provocando una bipolaridad que, a estas alturas, me es más que familiar.
Ha vuelto, Señor. Y temo las consecuencias de su regreso.
La siento cada noche al irme a descansar. La noto deslizarse entre mis sábanas y abrazar mi cuerpo tiritante de miedo. Tal es mi vesania que incluso ahora, mientras escribo estos versos, la noto junto a mí. No sé qué hacer ni a dónde recurrir. Sé que ella no es más que un vano recuerdo, un imposible, una ilusión que no se desvanece, una herida que no sana... Pero es ella, en su máxima potencia... Ella.

Había comenzado a asimilar su marcha cuando comencé a sentirla. Siento que estoy perdido en tierra de locos y no hay nadie para salvarme. Dígame, mi Señor: ¿Es ella el páramo entre la locura y la cordura? ¿O no es más que otra consecuencia de mi tristeza? Ayúdame, Señor, te lo ruego. Ayúdame a encontrar mi lugar en este mundo que tú nos concediste. No puedo seguir fingiendo que no la veo, no puedo seguir diciendo que no la extraño, no puedo ocultar mi sonrisa al sentir sus besos... No puedo, créame. No puedo.
Por lo que he decidido soltar mis armas de una vez por todas y dar paso a la calma y al corazón.Tanto ella como yo estamos condenados a amarnos sea cual sea el obstáculo y por eso, espero que te apiades de nuestras almas y hagas uso de esa bondad de la que todos hablan y sepas perdonarnos.
Perdonarnos por perdernos en el paraíso de la locura y amarnos hasta que nuestras almas aguanten.

Bárbara J.D. © 2012

sábado, 7 de enero de 2012

Su imagen se quedó grabada en su atestada memoria, se incrustó en cada rincón de su agonizante y desahuciado corazón de cristal, y transformó todo lo que alguna vez había llegado a amar en minúsculas motas de polvo que lo rodeaban allá donde fuese, obstruyendo todo posible paso hacia un nuevo sentimiento. Divisaba aquellos cobrizos tirabuzones en cada esquina de la estancia, no lograba pensar en algo más salvo en ella. Su corazón sufría estragos por minuto y su alma estaba exhausta de derramar lágrimas saladas bajo la tenue luz de una luna que hacía años que no brillaba.

Hacía tiempo que había dejado de sentir la desolación que lo había acompañado noche y día, por lo que le había parecido, demasiado tiempo. Ya simplemente había dejado de sentir. Cuando un moribundo corazón da sus últimos latidos la agonía es insufrible y lo único que logras ansiar es aquel idealizado rayo de luz angelical que te llevará a la tierra prometida. Pero, por contraposición, mientras estamos observando el epílogo de nuestro final, todo lo que nos ofrece la vida es una agonizante luz que trata de filtrarse entre las rejas de las persianas para lograr observar como te desvaneces lentamente entre sollozos de dolor.

Así se sentía él constantemente, como si estuviese caminando por un sendero de espinas que nunca acababa.Como señal de que ella había existido realmente, conservó todo lo que provenía de ella. Su perfume, su camisón bajo la almohada, su caja de música a medio abrir, e incluso en ocasiones, creyó que hasta su gélido reflejo habia permanecido clavado en el espejo.
Desde que ella se desvaneció, él permanece oculto en las sombras de su desastre, escondido entre telarañas de recuerdos y sombríos lagos de sentimientos. Suplicando un día más, un simple día más para volverla a ver y así poder rozar su pálida piel, poder volver a mirar en el interior de aquellos glaucos ojos, volver a acariciar sus níveas mejillas, volver a abrazar aquel perfecto cuerpo tallado a mano por el más sabio de los Dioses. Volver a besar aquellos labios conductores de la locura... Y así, poder volver a sentir la fluidez de la respiración, la tranquilidad de las extremidades, la paz del alma y el calor del corazón.

Volver a sentirse vivo.

Bárbara J.D. © 2012