domingo, 23 de septiembre de 2012

Perdón. Parte II.


A la mañana siguiente, Frank seguía aferrado al cuerpo de Helena, no se había despegado ni lo más mínimo. Mentiría si negase que al despertar se había desconcertado al verla allí, llevaba demasiadas noches soñando con su regreso y no podía terminar de asimilar que el amor que un día se había desvanecido de la noche a la mañana volviese a estar entre sus brazos.

Había sentido tantas emociones en los últimos años que era incapaz de asimilar que por fin algo volviese a encender el trasto que tenía por corazón, aunque puestos a suponer, si existía algo, por remoto que fuese sobre la faz de la Tierra capaz de revivir el corazón de Frank, esa era Helena.

Respiró lentamente evitando despertarla. Acarició su melena rubia y cubrió su cuerpo desnudo con las sábanas de algodón blancas. Helena era preciosa mientras dormía. Frank no podía entender cómo la quería tanto. Se había jurado mil veces a sí mismo no volver a pensar en ella, no volver a recordarla y sobretodo no perdonarla nunca...Y ahora, no podía ni creer que estuviese allí. Ella se había filtrado en cada rincón de la casa, en cada fibra de su cuerpo y en su propia alma. No podía olvidarla porque ella formaba parte de lo que él era ahora. No podía ignorarla porque ella se había convertido en su razón de vivir.

No sabía con exactitud el motivo de su huida, pero extrañamente, ya no le importaba. Si se trataba de la monotonía, él crearía nuevos universos para ella. Si se trataba de que ya no le amaba, él trataría de enamorarla hasta que se le quebrase el aliento. Haría lo que hiciese falta para que no se marchase de nuevo.

Incluso dejó que se le escapara una tierna sonrisa cuando ella cambió la postura para acabar con la cabeza sobre su pecho. ¿Escucharía ella los latidos de su corazón?

Aspiró el aroma de su cabello y miró hacia la ventana, el paisaje era maravilloso. Ya debía de ser mediodía. Era la primera vez en mucho tiempo que se despertaba tan tarde, y aún así, no le importaba. No pensaba levantarse de esa bendita cama hasta que Helena le obligara a hacerlo. Parecía tan cómoda, tranquila y relajada que a Frank casi le dio un vuelco el corazón cuando la vio sacudirse de esa manera tan aterradora y extraña. Casi se puede decir que gritó pidiendo auxilio.

–¡Helena! ¡Helena! –la llamó Frank– ¡Despierta! ¡Es una pesadilla!

El cuerpo de Helena paró de agitarse en seco y la muchacha abrió los ojos de par en par. Observó el rostro de Frank durante un segundo y se llevó las manos a la garganta de inmediato. Parecía que le costaba trabajo respirar. No podía hablar con claridad.

–En la re-rebeca... El aerosol... –pudo apenas pronunciar, ya que de su agitada respiración sólo se percibían pequeños silbidos y una continua tos que impedía el correcto entendimiento de lo que decía– En la rebeca...

–¿En la rebeca? ¿El aerosol? –preguntó Frank, nervioso– ¿¡Tienes un ataque de asma!?

Helena asintió y señaló con la mano el baño mientras tosía, indicándole el lugar en el que se hallaba su rebeca. Frank acudió rápidamente y encontró el pequeño aerosol verde en uno de los bolsillos.

Se lo entregó, y tras inspirar varias veces, Helena comenzó a calmarse hasta dejar de toser y volver a respirar con calma.

–No sabía que tuvieras asma.

–Me lo diagnosticaron hace tres años.

–¿No se supone que eso se diagnostica durante la infancia? –preguntó Frank.

–No tiene porqué ser así siempre; Además, sabes que siempre he odiado los hospitales –respondió– Ahora tengo que vivir pegada a uno de estos siempre –suspiró.

Se quedaron en silencio, contemplando el pequeño aerosol.

–Recuérdame que compre diez de estos –finalizó Frank, haciendo sonreír a Helena.

Acto seguido ella se levantó y se dirigió hacia el baño y al levantarse, se dio cuenta de que seguía desnuda.

–Me preguntaba si tendrías algo de ropa para prestarme. La mía huele a perros.

–Claro. Te buscaré algo –respondió amablemente Frank– Aunque no me importaría que te quedaras así todo el día –dijo sonriendo con picardía.

–Siento decepcionarte, pero tengo la extraña manía de usar ropa... Ya ves, cada persona es un Mundo.

–Y que lo digas –suspiró– Supongo que tengo algo que podría servirte, enseguida vuelvo –dicho esto, salió de la habitación, dejando a Helena completamente sola y desnuda. Ella cogió la manta negra que había cubierto la cama la noche anterior y se envolvió en ella. Olía a Frank.

Al rato, Frank regresó con una camisa a cuadros roja, un pantalón pirata de tela vaquera y ropa interior masculina sin estrenar, aún guardada en su paquete y con la etiqueta puesta.

–Supongo que querrás ducharte. He encendido el termo. Yo estaré duchándome en el piso de abajo.

Si necesitas algo, ya sabes donde hallarme.

–Gracias Frank, –agradeció Helena antes de que él se dispusiera a salir por la puerta.– por todo. Gracias.

Frank cerró la puerta tras sí y ella se adentró en el baño. Abrió el grifo del agua caliente y se duchó con rapidez, una vez limpia, llenó la bañera de agua limpia y se introdujo en ella. Estaba algo impactada por todo lo sucedido.

Aún le dolían los brazos y las piernas a consecuencia de la noche anterior, todo había sido muy intenso. Frank la había hecho suya por completo y ella lo había hecho suyo de la misma manera. No recordaba todos los detalles, pero habían un par de arañazos y moratones que le ayudaban a recordar lo pasional y emocionante que había sido.

Frank había cambiado mucho en lo que en el sexo y la pasión respecta. Antes, el antiguo Frank solía tratar a Helena la mayor parte del tiempo como si fuese de cristal. Parecía temer tocarla por miedo a que se rompiese; Sin embargo, el Frank de ahora era pasional pero tierno, dulce pero fuerte, bueno pero pícaro... Aunque había una cosa en la que no había cambiado ni lo más mínimo, y es que Frank seguía amando a Helena como el primer día. No había dejado de hacerlo ni un sólo segundo.

Helena lo recordaba con el mejor recuerdo que se puede recordar a una persona: Como la mejor persona que jamás había conocido, como un hombre que ni ella misma merecía.

Los primeros meses en Francia fueron tan duros... Un lugar desconocido, con una lengua desconocida y un ambiente desconocido. Dada por desaparecida en el país vecino y con un amor muriendo por encontrarla. Se sentía tan presionada que, pese a haberse arrepentido de su marcha a los escasos días de llegar, no pudo tomar el valor suficiente como para volver y decirle a la cara a Frank que había tratado de abandonarlo. No a él. Podía enfrentarse a su familia, a sus amigos y conocidos, pero no a él. No a Frank.



Una vez que se sintió completamente relajada, salió de la bañera y se vistió. Estaba graciosa con esa ropa, parecía una mujer de campo. Decidió trenzarse el pelo a un lado. Estaba convencida de que Frank le regalaría algún ingenioso chiste sobre su vestimenta en cuanto la viera.



Mientras bajaba la escalera vislumbró a Frank al otro lado del salón. ¡Estaba guapísimo! Se había puesto una camiseta gris y un pantalón vaquero. Se había desecho de la barba e incluso parecía que se había cortado las puntas de la melena.

–¿A dónde quieres ir a comer hoy? Invito yo.

–Comer... En la calle... No creo que sea muy buena idea, Frank...

–Vale, no hay ningún problema. Pediremos algo, ¿te apetece comida China?

–No he avisado a mis padres de que he vuelto.

–¿¡Qué!? –exclamó Frank– ¿¡No los has avisado!?

–No. Nadie sabe nada. Sólo tú.

–Pero... Ellos sabían que estabas en Francia, ¿no? Quiero decir, les avisarías, supongo... –la voz de Frank sonaba dolida. Helena comprendió que él siempre había creído que sus padres conocían el paradero de su hija y no habían querido compartirlo con él.

–No. Nunca les dije nada. Llevan seis años sin saber nada de mí.

Frank se llevó las manos a la cabeza y suspiró muchas veces. Después le dio la espalda a Helena y miró a través de la ventana al majestuoso jardín que se asomaba. Entonces, algo se conectó en su cabeza, sonó un chasquido en su interior y logró ver la parte positiva del caos que le rodeaba. Helena había vuelto por una única y exclusiva razón: para volver a estar juntos. Y mientras, él, no había parado de pensar en el pasado y en el miedo de recrearlo. Se sintió tan estúpido que caminó a los brazos de Helena y la alzó con facilidad y gracia. La cogió con un brazo y la llevo hasta el jardín.

Una vez allí, la dejó en el césped y se marchó.

Helena no sabía cómo reaccionar. No sabía si Frank estaba feliz de que ella estuviese allí o no. Si estaba enfadado o triste, o si simplemente se había insensibilizado a las emociones. Había momentos en los que no conocía a la persona a la que tenía delante pero, por contraposición, había ocasiones en la que era tan Frank que no podía apartarse de su lado. Optó por dejarse llevar y disfrutar del día que tenía ante sus ojos, un precioso día de Sol resplandeciente y aire fresco. Se tumbó en el césped y cerró los ojos, sin pensar en nada. Dejando la mente en blanco, por primera vez en mucho tiempo.

–¡Eh! ¡Estás aplastando el mantel! –exclamó Frank.

–¿Cómo? ¿Qué dices? –preguntó Helena con los ojos aún cerrados. Al abrirlos, Frank estaba cruzado de brazos frente a ella. Al darse cuenta de que había abierto los ojos, la señaló.

Helena miró el lugar al que Frank señalaba y se sorprendió al ver un bonito mantel blanco sobre el césped. Ella estaba aplastando una de sus cuatro esquinas.

–He pensado que te apetecería un picnic.

Observó los ojos de Frank. Eran azules como el océano y en ellos sentía que tenía el azul del cielo que todos idealizamos en nuestros más bellos sueños. Eran unos ojos tan redondos y bonitos que a Helena le horrorizó imaginarlos esbozando lágrimas durante seis años seguidos, día y noche. Se prometió a sí misma no volver a hacerlos llorar salvo de felicidad en lo que le quedara de vida.

–Voy a hacer sándwiches –dijo Frank y se dispuso a marcharse pero, entonces, ella le agarró la mano y tiró de ella. Él cayó sobre ella y al caer, mostró una mueca de dolor. Un metro noventa la aplastaba a ella y sin embargo era él el que ponía cara de dolor. Esas cosas eran las que la hacían querer a Frank. Esas cosas era las que Helena no había podido encontrar en otros hombres y por las que había regresado; Porque no había nadie mejor que Frank, al menos no para ella.

–Te quiero, Frank Dimpson –susurró entre sonrisas– ¡Te quiero!

Él la miró, sin palabras. La besó en los labios y le acarició el cabello. No había podido imaginar mejor instante ni aún de haberlo intentado.

–Déjame vivir aquí... Para siempre –susurró en el oído de Helena– Déjame quedarme en este momento y no despertar jamás... porque tengo miedo de perderte otra vez y creo que sería incapaz de volver a vivir sin ti –tenía la sonrisa más grande y plena que Helena había visto jamás– Yo sí que te amo, Helena Lackson, yo sí que te amo.

–Ayer, ahora y siempre. –contestó ella.

–Hasta los restos –finalizó él.

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