domingo, 25 de noviembre de 2012

Las mujeres de mi vida


Capítulo 1. Fuego e hielo.
Caminaron las bellas ninfas por infinitos páramos de mi agonizante memoria, yacieron en mis brazos bajo los altos techos de legendarios y viejos castillos flotantes. Atravesaron los rudos y pintarrajeados muros de mis grotescas mazmorras, y como si de buscar una gloriosa salvación se tratase, encendieron los candiles que adornaban mis ruinas, buscando algo de luz entre su eterno y cegador hastío.
No mencionaron sus respectivos nombres, ni tan siquiera el lugar del que procedían. Tan sólo insistían en el pálpito inmortal que las había arrastrado hasta la humildad de mi antigua morada. Yo las observaba. Observaba sus pieles pálidas como la fría porcelana, sus ojos azules como el lejano cielo, y al mismo tiempo, la oscuridad que poseían éstos. No pude negarme a dejarlas pasar. El agradecimiento de sus jóvenes sonrisas evocó en mí una sensación de bienestar que recorrió todas y cada una de las vértebras que forman mi desviada columna vertebral. Entre la decenas de cuerpos disfrazados de pureza e inocencia, destacó una bella dama cuya mirada hizo nacer en mí interior baladas tristes y pasionales; dignas de cualquiera de los grandes músicos ancestrales de la época. No podía apartar mis curiosos ojos de ella. Tan sólo el danzar de su cabello entre las suaves bocanadas de aire fresco me hacían caer hipnotizado ante sus pies. ¿Era ella un regalo de Dios por mis años de soledad y depresión? ¿O acaso no era más que un producto de mi enorme deseo de amar?
Las luces de los candelabros nos iluminaba con timidez, mientras sus compañeras danzaban a su alrededor yo insistía parado en el centro del caos de mi hogar, observándola cantar. La música nos envolvía y llenaba cada rincón de la estancia, sólo a ella y a mí. El resto del mundo parecía ajeno a nuestra armoniosa conexión de almas. Desquitándome así de las telarañas que habían invadido mis dedos desde hacía años alcé mis lánguidas manos, buscando su encuentro. Ella continuó con las últimas notas de su canto, con la mirada fija en mí.
Fue un acto fugaz, yo la abracé y ella miró en el interior de mi alma. La luz se convirtió en una luz gris y azul, proveniente de sus ojos. El aire se enfrió hasta el punto de hacer castañear los dientes de mis invitadas y toda sensación de bienestar abandonó la sala en cuestión de interminables segundos.
Un esplendor gélido como el hielo irrumpió en la cara de mi nueva amada, quien se llevó las manos al corazón, como si éste tratara de detenerse de una vez por todas. El gemido de su voz sólo emitía quejidos sin ningún significado aparente, hasta que de repente, todo se detuvo y ella gritó sin cese. Rápidamente se unieron sus aliadas al grito de muerte. Mis manos, desconcertadas, cambiaron su rumbo, ahora intentaban taponar mis oídos, tratando de protegerse del efecto ensordecedor de tal ruido. La que por unos instantes había sido mi dulce ángel amado, ahora se convertía en un enorme charco de sagrada sangre que se extendía hacia todos los lados de la estancia.
El resto de las ninfas comenzaron a sollozar y gritar por la muerte de su hermana. Rasgaron sus vestimentas y marcharon por la puerta corriendo hacia la oscuridad del frondoso bosque gris.
“No os vayáis...” traté de suplicarles, en vano. “Haced que vuelva a la vida...”
El silencio me respondió con su desesperante presencia. Sin más dilatación, me abalancé sobre los restos sanguíneos de mi amada y conservé lo que pude obtener en una hermosa urna de cristal.
“Estás aquí, amada mía...”
“Estás aquí y nunca te marcharás”
Aquella lúgubre noche la pasé abrazado a los escasos recuerdos de mi hada, mi bellísima ninfa del amor. Su innegable presencia todavía seguía invadiendo la sala, en la cual ya sólo yacían los restos de velas aún a medio consumir y un halo de tristeza y locura que me invadía sin piedad. Mi mente trataba de encontrar una razón a la extraña muerte de mi amor, ignorando el concepto de que ella fuese un producto de mi locura y que lo que yacía en aquella urna entre mis brazos sólo fuera algo de vino barato. Me negaba a asumir que ella sólo fuese una consecuencia de mi embriaguez.
Ella había sido real, había entrado aquella noche a mi morada y nos habíamos amado con locura en un vals de miradas. Por no mencionar a sus otras hermanas, quienes corrían de un lado a otro por el bosque que custodiaba mi hogar. De vez en cuando, se llegaba a percibir el canto disgustado de sus almas.
Ellas habían sido real, al igual que el amor que yo había sentido por mi ángel. Tanto su belleza como su canto habían deleitado mis sentidos y habían despertado en mí una sed de amor incapaz de ser controlada por ninguna de mis lágrimas.
Aquel día, el amanecer pareció haber llegado antes de lo previsto, y el Sol consiguió filtrarse entre las rendijas de mi desesperación; Pese a mis inútiles intentos de evitarlo, nos iluminó. Nos iluminó a mí y a lo que quedaba de mi amada.
Las manecillas del reloj continuaban avanzando sin retorno, el chasquido del reloj tras cada minuto resonaba en cada uno de los aposentos de mi hogar y martilleaban mi alma. Traté de dormir unas horas, pese a que finalmente quedaran reducidas a escasos minutos adornados con trágicas pesadillas. Al reabrir los ojos sentí una explosión de sensaciones nada agradables que trajeron como consecuencia un llanto inquebrantable que no parecía tener fin. Decidí, en un acto de cuestionable valentía, convertir mi dolor en rabia y alimentarme de ella. Tal acto me regaló las fuerzas necesarias para levantarme de mi lecho y renacer tras la muerte a la que había estado sometido durante la larga y fría noche.
Con una débil esperanza de aferrarme a algo consistente, caminé hasta el sombrío camposanto. La alfombra de hojas secas que crujían tras mis pies me guió hasta un lugar apartado dentro del mismo cementerio. Las aves graznaban en el cielo claro y algunos copos de nieve comenzaban a caer sobre mi cabeza. Las cimas heladas de las montañas adornaban el bello valle y encuadraban un paisaje digno de ser observado.
Dejé caer mi cuerpo, exhausto, sobre la primera losa que se cruzó en mi disparatado camino y cerré los ojos en busca del olvido. La piedra marmórea que yacía bajo mi cuerpo estaba congelada y cubierta por una finísima capa de hielo.
“¿Por qué lloras?” preguntó la dulce voz “¿A caso no eres feliz?”
“¿Y cómo podría ser feliz con un corazón triste y mutilado?” “Ella se ha marchado y con ella, mi espíritu. No tengo nada salvo la pesada carga de un cuerpo inútil y desgastado”
La suave voz dejó ver su procedencia, una bella doncella blanca de ojos azules como el océano.
“Yo podría curar tus heridas” susurró “Yo podría secar tus lágrimas”
Alcé la mirada, buscando la mano salvadora que me ofrecía la dulce muchacha. Ella se retiró la capucha blanca que cubría su cabellera rubia y sana y la dejó caer sobre la nieve. Acto seguido, se arrodilló ante mi cuerpo y apoyó su cabeza sobre mis rodillas.
La frialdad de su tez era comparable a la de el manto blanco que tejía el cielo. La miré con los ojos esperanzados y el alma quieta.
“En memoria del fallecido corazón y de todo lo que un día amé, dejaré que pases una noche en mi hogar” le dije “Si al amanecer, tanto tu cuerpo como tu alma siguen allí, te prometo que te amaré de la mejor manera que sé”.
El atardecer llegó y nos abrazó. Nosotros insistíamos en nuestro silencio sepulcral y observábamos como los matices cárdenos iban haciéndose poco a poco con el cielo. El frío también sacudía nuestros huesos cada vez con más intensidad.
Decidimos marcharnos a casa antes de que el anochecer hiciera acto de presencia, dejando nuestras huellas grabadas en la capa de nieve fría que cubría el suelo. Al llegar a casa, conduje a mi nueva invitada hacia mis aposentos mientras el quejido de mis fieles ninfas me atormentaba. Me erguí sobre las llamas de la vieja chimenea humeante, siempre bajo los níveos ojos de mi fría compañera. “¿No duermes?” preguntó.
“¿Para qué? Los sueños ya no son mi hogar, en ellos no hay nada interesante para mí” contesté “Duerme tú, niña, duerme tú mientras puedas. Disfruta el único mundo que es verdadera y únicamente tuyo”
“Que sea de ambos” dijo, introduciendo sus lánguidas manos por mi camisa y acariciando mis pectorales. Mi fuero interno se avivó y despertó en mí una sed de lujuria que comenzó a correr por mis venas como un caballo desbocado.
Hechizado por las facciones angelicales de la mujer que ahora besaba mi cuello y mis lóbulos dejé salir al animal que había en mi interior.
“Nivelh” “Llámame Nivelh” dijo ella “Di mi nombre, amado mío”
Abracé el cuerpo de mi amante y lo transporté hasta la cama. Las gélidas caricias de mi Nivelh, mi gélida joven de corazón y manos ardientes me hacían estremecerme sobre su cuerpo semidesnudo.
Yo entré en ella y ella entró en mi corazón. Aquella noche todos mis fantasmas me alcanzaron.
En el exterior, los relámpagos y los truenos sacudieron la tierra sin piedad.

-B. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario