viernes, 28 de enero de 2011




La pena consumía mi pecho, y hacía trizas lo que quedaba de mi débil corazón desamparado. Y yo, mientras, agonizaba a la vez que arrastraba mi cuerpo por el suelo de un lado a otro de la estancia, suplicando entre sollozos una mano a la que aferrarme. Una esperanza de salvación para esta alma condenada e inmoral. Pero no había rastro de luces ancestrales ni voces angelicales en aquel infierno de cuatro paredes, tan sólo existía el dolor. Con toda su frialdad y soledad. Dolor, en su mayor plenitud.
Y mi corazón ya se había roto demasiadas veces para reconstruirse una última, los pedazos ya eran demasiado pequeños y afilados para lograr juntarlos. Ya no tendrían piedad.
Mi corazón, ave fénix, no tenía fuerzas para renacer una vez más de sus cenizas. Sus lágrimas ya no eran curativas, ya no hacían cesar el sufrimiento.

Pues lo había hecho estallar en llamas demasiadas veces...



Bárbara J.D. ©

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